Una vez me
dijeron que la vida era muy corta como para enamorarse de lo común. Cierto que
no lo hago, quien me vea en el transcurso de mis días bien lo puede decir.
Nunca escojo lo vulgar, lo normal; lo habitual.
En mi vida ha caído
el amor de lo lejano, en el espacio; con su tiempo, su espacio y su medida. Es
un sentimiento de los que se ocultan tras las paredes del corazón, cobijados de
las miradas de la censura.
Un amor que se
acerca en cada mañana empujado por una camioneta negra. Un amor que se inicia
en un amanecer acabado de tarde en mi esfera. Con siluetas de necesidad
vespertinas y andanzas del deseo de la voz, de escuchar al otro lado de la
línea una sinfonía de sonidos, que parecen surgir desde detrás de la puerta, pero que sin embargo no llegan
tan cercanos a las ansiadas necesidades del tacto.
No es un amor de
lo común ni mucho menos. Es una amor con obstáculos, el primero el Atlántico y
los demás; la vida, cada una en su desarrollo, en su momento vital donde se
halla la flecha de un amor no buscado, incluso no esperado pero que tras la
pantalla se hace más necesario.
Amor con pasión,
con la necesidad de la impotencia, de no poder alcanzar una visita para poder
ver porque apetezca tenerse entre los brazos. La rabia contenida de la imposibilidad de una conversación en la
cama, ni por la mañana ni por la tarde; tal vez una mirada al mundo tras la
antena.
Un flujo de
sensaciones que transcurre por cada centímetro de las pieles. Unos amaneceres
incompletos pero repletos de la luz de la cadena de mensajes, de voces y de
letras; de un día, de otro. Va camino de ser una vida, de dos en uno en un
espacio tan reducido como el de la pantalla de un iphone.
Con todo ello,
desde esa camioneta, desde una silla de mesa de oficina o desde un supermercado;
el amor es inmenso, mayor que ese que dicen que llega a besar con los labios,
de aquel en que los cuerpos se pegan con el sudor del cólera del deseo; porque
lo hay y en cantidades no sujetas a la medición de los humanos, porque no lo
somos. Somos dos fugitivos errantes que circulan por la carretera de la vida,
con semáforos en rojo y con alguna que otra señal de precaución. Sin embargo
cuando ese disco se fija en verde, la melena se suelta al viento del mar que
arroya las ropas, las pocas vergüenzas que pueden restar a la confianza de que
el amor es un regalo compartido.
En cada vida hay
cada día un regreso a casa, donde no se entra por el marco de la puerta sino
por la travesera de la comisura de los labios pintados de rojo, de las esquinas
decoradas con la flor del iris de la sangre.
Pasa la tarde
para uno y la mañana para el otro, con conversaciones al pie de un semáforo o
de un paso de cebra que a veces se cruza sin mirar, porque tan solo importa el
sonido de su voz o la entonación imaginaria de sus letras, ese tono que se da a
un mensaje y que a veces crea la confusión de la interpretación del significado
del orden de las palabras.
Todo es
sentimiento y es bondad, la que puede reclamarse de una confianza a ciegas,
porque este amor o es a ciegas o no existe. No caben los deberes ni las normas,
tan solo el orden de la sinceridad, del valor de la palabra y la promesa.
Expresiones que trascienden lo terrenal y se convierten en celestiales, como es
este amor, propio de divinidades, pues acumula tanta verdad como inocencia y el
vértigo de lo excepcional.
Difícil se hace
alcanzar el sueño cuando se sabe que el otro está en el mundo del día y se
quiere más, mucho más para no perder la certeza de que al pellizcarse el brazo,
sea todo una gran verdad construida sin sellos de correos, pero si con los
sonidos del teléfono del que siempre está al otro lado, tan cerca y fácil de
imaginar; pero tan lejos como para rozar la yema de sus dedos.
Vivo este amor
como jamás podría imaginar, intenso, complejo y de sonrisa fácil por la
necesidad del triunfo de una felicidad contagiada por el otro. Un amor medio
visto por la sociedad, pero que les deja ciegos cuando son capaces si pueden,
de compartir sin prejuicios su verdad.
No cabe la
humildad, sería muy falsa por mi parte sino dijera que me reconozco junto a
ella como un ser excepcional, un elegido y por eso agradecido de haber sido
tocado por la mano del Dios que se dedica a elegir a los elegidos.
A mi Amor, a
Alma….
(nos queremos
tanto, que a veces podemos hasta molestar)
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