Dicen que si la vida es una ilusión, debemos quedarnos con la más bella. Que el único consejo que vale es el de la lealtad, la fidelidad a los sentimientos del corazón, pase lo que pase y digan lo que digan.
La ilusión de una vida se materializa en una persona, a la que amamos, a la que adoramos, con la que perdemos el juicio, incluso la dignidad y los prejuicios. Esa ilusión es del corazón no de la imaginación. No se mueve, permanece de por vida, por mucho que cambiemos, aunque nuestra vida se dé un gran golpe, ahí seguirá hasta la eternidad y ojalá que más lejos, hasta la inmortalidad, porque no queremos perderla ni más allá de la muerte, ni dentro ni fuera de las fronteras de lo humano y de lo divino, porque trasciende a lo moral y a lo permitido, a las normas y a los principios; es nuestra ilusión, que es nuestra vida, lejos de lo correcto y de lo prohibido, porque no se esconden los horizontes por muchas miradas atroces que lo maldigan o lo azoten; son nuestras miradas las que hacen que esa ilusión sea una prueba de vida, de permanencia o tal vez de ausencia, pero nuestras, vividas o perdidas, nuestras carencias y virtudes, nuestras, tal vez humanas, tal vez divinas.
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