Era un extraño olor
el que entraba por los entresijos de la ventana, el que llegaba del exterior hasta
la cama donde se hallaba postrada Paca. No era ese olor fresco y agradable de
la tierra mojada, era un olor sucio, desagradable, fruto de la mezcla de la
humedad y de la madera quemada de los árboles incendiados por los rayos que
rodeaban el caserón, la imagen era aterradora. Lenguas de fuego caían del
cielo, golpes de piedras contra los cristales de la ventana, arboles devorados
por las llamas; El Condado anegado, parecía que el cielo se le caía encima, que
las alimañas la buscaban, que la olfateaban, que enloquecían por morder sus
carnes pellejosas y arrugadas, aunque lo que más la aterraba era el vaivén de
la luz de la vela, rápido de un lado a otro de la estancia, y en un momento se
paraba, iluminando su cara sobre el cristal, ahí veía su rostro reflejado y el
terror que de su semblante pegado en sus retinas la abrumaban y una corriente
fría le recorría todo su cuerpo paralizándolo, tan solo movido por unos vanos
espasmos de dolor.
En su mente se
repetía una frase constantemente: “camino a tu tumba”, esas habían sido las
últimas palabras que durante muchos años dirigió a Benito. Desde aquel día, ese
maldito día en el que su amada Pili fue asesinada por su esposo, ninguna
palabra se intercambiaron, algún gesto de odio, de resentimiento, de desprecio;
tan solo eso quedó tras ese día. Paca pasaba los días metida en la cama y dando
algún paseo por El Condado, recorriendo cada uno de sus rincones con los que
había compartido con Pili, fue todo para ella, su única compañera, su leal
amiga, donde iba una iba la otra, siempre juntas y aquel malvado desconocido
para ella, en un solo instante acabó con todo, nunca lo podría perdonar. Se
preguntaba durante esos paseos, que es lo que había pasado con aquel joven
amable, amante, cariñoso; que había pasado con aquel chico del que se enamoro y
la desposó. Tal vez nunca lo conoció y aquella paliza hizo salir todo el mal y
el odio que durante años había ido acumulando en sus entrañas, no Paca no tenía
respuestas, no lo podía entender, como un solo acto, en solo un día se podía
pasar del cielo al infierno, de una vida maravillosa envuelta en flores de
amor, a la penumbra del desamor y de las malas entrañas.
Durante esos paseos,
cada día visitaba a su anciana madre, lo único que le quedaba de su sangre, a
excepción de su sobrevenido padre el Señor Conde, que a pesar de su generosidad
y el cariño que intentaba prestarle, para ella era un total desconocido, seguía
siendo el Señor, no su padre, sino su amo. Saturia a pesar de la edad, seguía
ayudando en la cocina y en las tareas del Condado, aunque las fuerzas no le
acompañaban y nuevos sirvientes jóvenes se encargaban de mantener todo a gusto
del Conde, ella se negaba a ser una inútil, a dejar pasar el tiempo hasta el
fin de sus días y como podía, ya pelando patatas, haciendo algún puchero o
alguna tarea fácil que precisara poco esfuerzo, siempre ayudaba, necesitaba
sentirse activa para no pensar, en su triste vida. Paca la visitaba y aún
después de los años pasados seguía preguntándole por “potage” el último de sus
hijos que nunca pudo enterrar, que dieron por desaparecido y que ella aún
esperaba algún día volver a verlo entrar por el Condado. Nunca le dijo nada,
prefirió mantenerla con la ilusión abierta, esa que tiene cualquier madre por
muy malos que sean sus hijos, o al menos eso pensaba, porque Paca nunca sería
madre. Ella había sido una hija inesperada, no deseada, bastarda del Señor y nunca
habían tenido una relación madre hija normal, mas bien no tuvieron nunca
ninguna relación. Saturia se encargó de criarla y nada mas, lo mucho o poco que
sabía de la vida se lo había contado su abuela Fidela que en paz descanse y que
con su muerte incluso le dio un aviso, una lección. Esa muerte durante la
celebración de su boda no fue mas que el anunció de lo que se le avecinaba. Lo
que empezó mal, nunca podía acabar bien.
Desde aquel día en
el que Benito mató a Pili, ese día en el que se marcó aquel gran farol
envistiéndose en la futura Condesa de Mudela, circunstancia que nunca se le
había pasado por la cabeza y que ni tan siquiera lo creía; desde aquel día nunca volvió a
compartir lecho con Benito. En una estancia que habían destinado a trastero, colocaron
un catre donde a partir de entonces dormiría Benito. Conforme le impuso, cada
mañana al amanecer le preparaba unas torrijas y un tazón de leche recién
ordeñada para el desayuno, a medio día le traía la comida de las cocinas y por
la noches le preparaba embutidos, jamón, queso y una hogaza de pan para la
cena, sin olvidar una frasca de vino que cada noche tomaba Paca para conciliar
el sueño. Así pasaron varios años, sin cruzar palabra, Benito de capataz del
Señor Conde y sirviente de la futura Condesa, ese título que se había inventado
pero que había calado profundamente en Benito, tal vez, menos sabio de lo que
ella pensaba, tan solo un pobre hombre, por mucho que pensaba, no entendía si
había sido engañada o ese sencillo y visceral ser, era el auténtico Benito, tal
vez todo fue mentira y realmente él pensaba que Paca realmente sería la futura
Condesa y de ahí sus cortejos y el matrimonio.
Una mañana sin
previo aviso cuando Paca se encontraba sentada en la puerta de su casa
practicando el ganchillo, que un día su abuela intentó enseñarle y que nunca
había vuelto a practicar y ahora era una forma de entretenimiento durante
tantas horas vacías y solas que pasaba, divisó por el horizonte que se
aproximaba un caballo negro y sobre él una amazona de pelos rubio y vestidos
blancos, no podía ser, no se lo podía creer, era Margarita a la que no había
vuelto a ver desde el día de su boda. De repente las agujas y lanas cayeron al
suelo y de un solo movimiento se puso en pié, empezó a agitar la mano, y
aquella figura de inmensa belleza a lomos de aquel semental le devolvió los
saludos moviendo con una mano un pañuelo blanco y largo. Cuando llegó, bajo del
animal, se miraron y se dejaron llevar por un fuerte abrazo y besos mojados
entre lágrimas. Las noticias no habían quedado presas en El Condado, se habían
dispersado por todas las tierras y pueblos de alrededor. Su situación con
Benito era fruto de habladurías y cotilleos, incluso palabras ofensivas hacia
Paca por parte de la familia de Benito, pero Margarita nunca las creyó, ni una
solo mala palabra había salido de su boca, muy al contrario, ella conocía bien
a su hermano, fue testigo de su romance con Paca de sus buenas obras hacía
ella, pero nunca le engañó, cuando Paca no estaba presente, su hermano era una
persona callada, arisca e interesada, no soportaba los trabajos en el campo a
las órdenes de su padre y muchas veces quiso dar alguna noticia a Paca, pero
decidió callar, que los acontecimientos sucedieran de forma natural puesto que
lo mismo estaba equivocada. Pero no fue así, todo lo que pensaba sucedió y de
forma natural se reveló.
Paca la invitó a
quedarse en su casa y Margarita no lo dudo, le preguntó que pensaría su hermano, pero a ambas les daba igual, desde
ese momento nunca volverían a separarse, era la compañía que necesitaba aquella
mujer que un día le hizo sentir especial, tierna y dulce con su cuerpo y con su
vida, se había salvado, gracias a ella el desaparecido era potage y no Paca, y
nunca lo pudo olvidar. Mas que amistad sentía amor y así se lo transmitieron
ambas el día de su boda, con aquella mirada de complicidad, una mirada que era
una demostración de que la unión entre ellas si era hasta que la muerte les
separara, no aquella que juró ante el Altar.
Pasaron los días,
varias semana, ambas estaban siempre juntas y dormían juntas, a Benito se lo
comían los demonios, no podía dormir por las noches pensando que su hermana y
su esposa dormían en la misma cama. No solo Benito era conocedor de ello, sino
que las gentes del Condado empezaron a criticar esa situación vergonzosa, todos
pensaban que una mujer se debía a su marido, sin embargo la Jara dormía con la
hermana del esposo, era una vida en pecado delante de los ojos de todos, pues
no se ocultaban en sus paseos cogidas de la mano. Su relación no era lo que la
gente pensaba, ni mucho menos, tan solo dos seres desconsolados y perdidos de
la vida, victimas de ella, que tan solo esperaban dar y recibir amor y ternura;
y ellas se lo daban, amistad que es otra forma de amar.
Cuando Margarita no
llevaba ni un mes viviendo en la casa de Paca, Benito entró en la casa junto
varios hombres y mujeres del condado, todavía yacían dormidas en la cama,
tiraron la puerta, el susto les hizo saltar el corazón, Benito de nuevo entrado
en cólera y todas esas gentes con ojos juzgadores y de condena, las miraban
como si fuesen brujas, las hijas del pecado, las enviadas por Satanás. Paca de
forma contundente les ordenó que se marcharan, le echó de la casa, pero no lo
hicieron, se acercaron cada vez mas, esos ojos de odio y de condena se
acercaban junto con sus cuerpos, cada mas manos que las cogieron, las sacaron
de la cama, les arrancaron las ropas, las golpearon, las tiraron por el suelo
bajo la firme mirada de Benito de cuyo rostro se desprendía una suave y cruel
sonrisa. No eran golpes fuertes, tan solo las zarandeaban y las llamaban putas,
zorras, brujas, hijas del demonio. De
nuevos sus cabelleras eran objeto de atención, y así decían: -JARA y AMARILLA-
soy hijas del demonio, así una y otra vez, incluso empezaron a corear que era
una bastarda, que había sido engendrada con la semilla del diablo, en ese
momento, por sorpresa, un viejo hombre, pero de gran tamaño y envergadura entro
por la puerta, dio el alto a todos, y todos callaron, Paca y Margarita taparon
sus cuerpos como pudieron, todo fue silencio, las miradas fijas al suelo, ni un
murmullo, ni un sonido solo el de aquel hombre, Don Bernardo de Mudela, y con
esa voz grave que aún mantenía sacón un papel y leyó ante todos:
“Yo Bernardo de Mudela, dueño y señor de El
Condado que lleva mi nombre, titulo heredado de mi padre Don Faustino de
Mudela; ante el escribano-notario del municipio de Santa Cruz declaro: que dejo como légitima heredera del
titulo de Condesa de Mudela y dueña de sus tierras y personas que en ésta se
hallen, a mi hija Francisca, que desde hoy tomará mi apellido y se le llamara Doña Francisca de Mudela, debiéndoles todos
respeto y obediencia”.
Una vez leído su
legado, El Conde se dirigió a Benito, mirándole a los ojos, este con la cabeza
baja y le ordenó, -arrodiyaté ante mi hija, baja la cabeza y le besas la mano y
por tu vida en sus manos, lo que decida lo firmaré-. Benito obedeció se arrodiyó ante Paca y puso su vida en sus
manos, Paca de pronto y sin pensar lo abofeteó en varias ocasiones ante los
ojos atónitos de todos los que allí se encontraban, y habló: - hoy te perdono
la vida, porque como ya sabes que iniciastes el camino a la tumba, hoy has dado
un gran paso, pero no es tu día, no has sufrido lo suficiente para merecer la
muerte-.
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