Tenía solo recuerdos, y no tenía nada. Vacíos mis bolsillos y mi camino en barbecho. Se fue rellenando de vida, de imágenes y de sabores de tu dicha, cuando me diste el primer abrazo, cuando tan solo tenía tus manos. Completaste mi existencia hasta entonces en ruinas, puliendo ladrillos y uniéndolos con tu sonrisa. Sabías que era un vacío el que existía entre tus ojos y mi mirada, allá a lo lejos donde no se veía nada. Del abrazo se pasó a los caprichos, a los bombones de los besos, a la ardiente sospecha que se escondía en los deseos. Como una guinda se coronó el dulce que como postre eterno, me ofreciste antes de que me abrieras las puertas del infierno.
De la abundancia de la riqueza pasé al desierto, a la arena contenida en mis ojos, a esa agua bendecida, que llena de mar al rostro. Y un día, tal vez por el paso del tiempo, se secaron las heridas, los labios marchitaron y el corazón cayó en la agonía, en ese estado donde no se siente nada, donde no se encuentra el pensamiento, ni el corazón llena de sangre el aliento.
Es la nada, un estado sin color, sin sabor, donde no se pide nada. Sombrío espacio donde la cabeza se niega a dar luz a la sombra, donde a la vida se le acaba el plazo.
Pero la nada es fácil de pintar, sencilla de iluminar con colores, con música y con sabores. Y de nuevo fue un abrazo, el que con calor, sonrisa y descaro, llenó mi vida, con tan solo una palabra, tal vez con un beso perdido en la mejilla, con el que esa nada me retornó a la dicha de llenar con recuerdos, lo que aún quedaba de vida.
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