A veces me
siento ceniza, mientras el camino me ofrece una verdad. No me pregunto por el
fuego que la causó, ni por el incendio que arrasó el corazón.
El horizonte de la
vida regala el sueño, esa idea pendiente de realizar que nunca se fuga. Todos
deberíamos tener un sueño pendiente de realizar, aunque se pierda entre lo
obsceno y la pulcritud. A veces dudo, si los sueños son esperanzas o tan solo
recuerdos que quieren volver hacerse
realidad.
Me perturba una
imagen desde años, la de tus ojos rondando una noche oscura, urbana, tintada de
flujos de neón y perfumes de asfalto. Una música envolvente, de plano, en el
fondo de un rincón tras la barra de un bar.
Esa imagen entre
cosmopolita y trasnochada, envejecida por los años de recuerdo, por tantas y
tantas noches intentando sentirte, en tu espacio, en mi escenario; en la vida
como yo la pensé antes de ser soñada.
Te pensé antes
de soñarte, y te encontré tras las pisadas de arena de uno de esos locales de
verano, donde emergía la adolescencia de tus ojos y la madurez de la mirada de
una mujer que nunca fue niña.
Te pensé y para
cuando fui a soñarte ya eras realidad, entre las vías muertas de un tranvía que
algún día pasó por mi cabeza, y la real presencia de tus manos, de tu piel, de
tus labios rojos rozando el cuello de mi camisa.
No llegué nunca
a soñarte, tal vez solo cuando ya era cenizas, sin que nadie me preguntará por
el fuego que causó el incendio, ese milésimo instante que dista entre la
realidad y la certeza de la verdad. Yo te pensé y no te soñé, tanto de día como
de noche, en ese bar de verano y en ese otro que fluía luz de neón tras un semáforo.
Te pensé en un
bar de verano cuando en mi sueño te deslizabas entre la asfixia de manos, caras
y miradas culpándome de pensarte antes de soñarte.
Con el corazón
hundido en la arena de un bar de verano, perfumado por las olas del mar y las
sirenas de la noche, yo te soñé tras el humo de un cigarro y un gin tonic en la
mano.
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