A veces pienso
que cuanto más cambian las cosas, mas permanecen. Siento que cuando deseo
cambios más me aferro a la silla de la papilla, esa que parece hecha
directamente para coronar la infancia y que de pequeños nos permite tener una
visión de la realidad y tal vez de un futuro.
Se desea lo
nuevo pero sin abandonar los trastos de ese cuarto oscuro, donde reviven
recuerdos que siempre a mano nos permiten mantener la felicidad, porque como alguien
me dijo en alguna ocasión, los recuerdos rellenan los agujeros de las penas.
En ocasiones
siento que somos inválidos del tiempo, que su marcha la aceptamos como si se tratara de una reserva inagotable,
como si el tiempo fuere perpetuo; un latido inagotable de permanencias sin
cambios, estática hasta en su eternidad.
Y de esta forma
nunca hacemos nada, nos reímos de los pájaros que pudiendo volar, permanecen en
su jaula, en el nido; en el mismo árbol hasta perder sus alas.
Todos somos dos
en uno. El deseo de estar, de seguir aferrado a las imágenes que nos
proporcionó ese trono mientras devorábamos un biberón rebosante de maternidad;
y esa otra que vemos en las nubes movidas por el viento, que circulan dando
vueltas en la cabeza, libres y sin fronteras.
El tiempo es
cruel, porque empuja las nubes y también
se queda pensativo, como en un campanario, tocando las horas, para misa de
doce, un domingo cualquiera arropado por esas cigüeñas que siempre volverán,
que permanecerán en el tiempo como lo hacen tus paseos, cada día, por la misma calle,
incluso cruzando por el mismo sitio la acera.
Dicen que somos
animales de costumbres, pero a veces nos fugamos, aunque solo sea con la
imaginación, viviendo en un sueño lo que daríamos a nuestra vida, la cotidiana;
esa forma de estar para siempre hasta el final, para leer las memorias o usar
los recuerdos de nada, rellenando penas.
Todos somos dos,
el conocido y el que le gustaría darse a conocer. Ese que quisiera vivir y nacer de nuevo, para tener una nueva
oportunidad y poder cumplir ese sueño que va más allá de la esperanza.
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