A veces lo que
no sabemos decir, nos duele eternamente. Solo el valor del corazón, abierto y
sincero pude liberarnos de este temor.
Nuestro paso por
la vida, es un acto fugaz, que debemos aprovechar, con la palabra, con la
realidad del sentimiento; con tu verdad, la tuya, esa que quieres decir pero
que guardas con el miedo. Dicen que las cosas más valiosas de la vida, son las
que tenemos temor a perder. Es cierto, pero es una condena, el sacrificio de la
vida por el miedo a perderla. El rechazo del amor, por la amenaza del desamor,
del abandono; de sufrir el gran dolor de la extrañeza. No se pierden unos ojos
por decisión, se hace por el riesgo de no volver a verlos, o peor aún, no
experimentar el sentimiento de la mirada, el de sentirse observado con el deseo
de posesión.
Viendo el
inminente final de la vida te das cuenta, que no hay nada cuando no amas nada.
Que es preferible morir cuando no tienes nada, que abandonarte en una noche tan
solo te dará vientos en la tempestad de tu vida. Que cuanto mayor es el conocimiento,
más grande es el amor. Cuando ves el límite de la vida, tan solo ves la luz de
los días perdidos, marchitados por tu propia inconsciencia, por la ignorancia
de que el tiempo pasa sin posibilidad alguna de recuperación.
Ignoras que aunque
regrese, el que se fue nunca vuelve, que tú ya no eres el mismo, que las voces
son distintas, que cuando por la piel han pasado otros dedos y otros
sentimientos; tus suspiros acaban en lágrimas y tus ojos ya no son iguales, que veras realidades con las
verdades que antes te negabas a ver, que el mundo es tan distinto como minutos
pasan por delante de tu existencia, y los pierdes, porque ese día decidiste
perder el tiempo, ignorando como siempre, que el tiempo perdido no se recupera.
Cuando vives en
el inminente final de la vida, no quieres abandonar el barco, haces juramentos
y promesas. Surgen las alianzas que antes te negaste a firmar, porque no
querías la vida, porque no te gustaba sentir un mundo en soledad, con el
corazón abandonado, o tal vez tirado en un rincón de la ciudad, por aquella
persona a la que con tanta generosidad se lo regalaste.
Han pasado
muchos días, tal vez años, y sigues igual, tan solo cuando ves el final del
camino reaccionas, ves la luz de un amanecer, y aprecias la vida, te sujetas a
un amanecer, cuando has tenido cientos de ellos.
Como cambian las
cosas, ahora con uno te conformas. Has tirado unos cuantos y uno más; y eres feliz.
Sonríes cuando lo ves porque parece una oportunidad, tal vez la promesa no
comprometida de unos cuantos más, y es entonces cuando decides respirar,
aliarte con la vida, aferrarte a tu existencia, porque cualquier existencia es
mejor que el mejor de lo finales, porque no hay finales heroicos, todos son
iguales, sin vuelta atrás, sin posibilidad de arrepentimiento por no haber
aceptado el regalo de cientos de amaneceres; y ahora solo quieres uno, porque
con uno es suficiente para vivir en el amanecer.
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