En el hemisferio norte hoy se produce el solsticio de verano, el día más luminoso, el día más grande. La temperatura sube, los cuerpos se rinden al sol para que les bañe con sus rayos de luz. Las pieles oscurecen, se lucen, se ofrecen y se inhiben del resguardo cubierto del olvidado invierno. El Rey de los astros domina el horizonte, acerca a las personas, incita a que florezca el amor, en sus noches de verano.
Yo me enamore en una de esas noches de verano, fue en un instante, tal vez un flechazo directo al corazón. Se cruzaron las miradas, se produjo la atracción cálida de un anochecer que no podía tener fin. La magia se apodero de todos mis sentidos, aceleró mi corazón a velocidades imposibles de imaginar; la locura del deseo, del cariño, de la entrega, del saber a ciencia cierta que esa era la persona esperada. En tan solo unos instantes comprendí que mi vida cambiaba a ritmo acelerado, que ya nada sería lo mismo, que sin ella la vida carecería de sentido, que jamás la podría olvidar y que toda mi vida se la quería dedicar. En verano las ofertas de amor son más poderosas, se acercan por la calidez del aire y por la brisa fresca del mar. Un roce de las manos y el milagro surgió, en mi memoria marcado su tacto, su piel, el surco de sus ojos, el sentido de su mirada y el movimiento de su cuerpo junto a dos almas que estaban predestinadas a unirse y a abandonar su yo para convertirse en un nosotros. Una unión espiritual y carnal deseosa de la cercanía, el uno junto al otro y nadie más.
Junto a los murmullos de las olas del mar, en una tarde de calurosa de verano, yo me enamoré, alcancé una felicidad jamás soñada. Caía la noche y el cielo se estrelló, era como si todo el universo se hubiera confabulado para hacerme el mayor de los regalos: El amor.
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