Hay momentos en
la vida en los que se compran abrazos. Se busca la caricia y se vende el alma por un beso. Hay días que
mendigas el calor, el cariño e incluso la ilusión.
Deseas unos
labios perfumados de carmín, el silencio del suspiro, la parte roja del alma y
unas guindas para tu pastel. En esos días de búsqueda del tacto, del sentido de
la pasión, del contacto, de la palabra entrecortada y de unos ojos que parpadean;
en esos días nace la confusión, porque puedes abrazar un corazón o tan solo una
farola a la que se le ha colgado una papelera, donde echar los restos de tu
voluntad.
Esos momentos
son los que te traen a la memoria un verano, un paseo por la arena del mar, en
el atardecer del tiempo y en el de tu vida. Te llega el recuerdo de la playa,
de la mano cogida entre los dedos. Añoras las palpitaciones, echas de menos las
emociones que entrecruzan los sentidos. Dejas de pensar y comienzas a sentir,
tal vez lo que quieres o lo que deseas. No lo tienes, recuerdas que perdiste el
mar, que se vendió a otro postor, que esa ola te rechazo con la resaca, que
casi te lleva, te traga, en tu agonía y en tu esperanza de mar.
Visualizas la
espuma en la arena, el aire húmedo. Si la humedad de los labios, de la piel,
del tacto. La puedes ver, pretendes tocarla, traerla hacia ti, no llega, pero
si el sabor salado del mar, que no sacia, que estimula el sentido, la necesidad
de amor, el hambre de carne y la sed de por su saliva.
Pasa el tiempo y
no puedes mirar, el mar no llega, ni tampoco el barco donde pasear a remo. No
llega pero si su olor, su sabor, su tacto mojado. Si llega, lo sientes; y no es
como pensabas, porque nace de ti, de tu intento por volar, por escapar, por
huir a la aventura del torso de su pecho.
No es el mar
amigo mío; te equivocaste de nuevo, son tus lágrimas a las que abrazas con el
llanto de tu corazón.
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