Desde el reverso
más escondido de una mirada, cuando todo era génesis por construir, por colocar los muebles e incluso, la hora de limpiarlos; desde ese momento se
instaló, en el cruce; sin tener en cuenta en ni un sólo instante, el momento del
adiós.
La selva
amazónica en su alma, su corazón junto a su cuerpo, sin poesía pero con magia,
esa blanca, la del azul tostado alimentado por arena de cal, de ese mar llamado
nuestro que la sobre cogió y ya nunca más la soltó. Desde esos paraísos, conocidos
algunos, desconocidos otros, se instaló en el ventoso registro de mi vida, la
que tenía, la que se guarda y recuerdo.
Tengo la mirada fija en la luz, en los colores de su espíritu, la virtuosa lujuria de lo cósmico, la unión trascendental de las fuerzas del universo, en
esas donde tal vez algún cuerpo celestial las unió para que se cruzara su
mirada y mi mirada.
Fue espíritu, de
los que se quedan y se convierten en carne, en huesos y en hambre; la de besar
con el cuerpo y amar en soledad. No hubo amor porque es cuestión de dos,
tampoco lo hubo de uno. Existe más que sentimiento, de ese que no es forzado ni
obligado. De aquel que no precisa ni exige explicaciones, pero del que cambia
el horizonte, cuando te encuentras en esta etapa donde no ves el negro sobre el
blanco; tan solo eres capaz de divisar lo oscuro de lo infernal, de la
desesperación, el resentimiento y malas entrañas.
Cuando desde el
blanco de La Isla y la soberbia del Amazonas, aparece una luz encendida,
perpetua, de las que no se alimentan de cera, de las que comen del corazón; te
atrapa, en su lecho, pero te deja las alas. Estas sujeto pero libre. Llegas al
horizonte pero en su seno, en su perspectiva y sobre todo en su energía, en esa
que da luz a las personas y a la vida.
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