Será
verdad eso que dicen de que la línea que separa el amor y el odio es muy fina.
Lo cierto es que desgraciadamente todos hemos tenido ese sentimiento que nace
desde ese instante en el que perdemos el amor. No es que no amemos, sino que la
imposibilidad de dejarnos amar cuando se ha roto el amor, nos lleva a su
opuesto, a ese sentimiento negro y feo; que no daña únicamente a la persona a
la que antes dedicábamos nuestro amor, sino que afecta especialmente al que
tuvo amor y ahora ese sentimiento en contra lo lleva a los caminos del odio.
Podría
pensarse que odiar es amar, pero me niego a creer que sea una mera consecuencia
del más noble y sublime de los sentimientos, es una especie de apego, una forma
de amarrarse a la pérdida para que siga estando en nosotros. Cuando del amor se
pasa al odio, no es más que un intento de prolongar algo que ya no tenemos,
pero que aún sentimos. El amor no puede desaparecer de la noche a la mañana,
perdura su tiempo, ese que llaman el duelo, pero en ocasiones en lugar de
mantenerse en un discreto apartado donde llorar, nos lleva a la acción, a
hechos incomprensibles donde el objetivo directo es esa persona que en su día
era la destinataria de nuestros besos, caricias y atención.
Es
triste pero a su vez es muy humano. Las personas nos caracterizamos, y la vida
misma, por tener siempre presentes los opuestos, de no entender el blanco sin
el negro, la felicidad de la tristeza; y como no, el amor del odio.
La mayoría de los
conceptos, y entre ellos los sentimientos, no se entienden ni comprenden sin su
antagónico, no es posible comprender la paz si no existiese la guerra, el amigo
con el enemigo; sencillamente no existiría la vida sin su contrario la muerte.
De igual forma pasa con el amor, lo que aún me llama la atención, y no al
margen de dolor, es el daño que nos causamos cuando de amar pasamos a odiar.
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