Todos en alguna
ocasión hemos querido ser protagonistas de una película o tal vez de una serie
de televisión de hospitales. Yo que me declaro fanático de las series y muchas
de ellas de médicos, protagonicé uno de esos capítulos, o pensé que era el
protagonista pero sin bata blanca, desde el otro lado del mostrador; tumbado en
una camilla.
Es difícil de
narrar como pude escuchar la sirena de la ambulancia. Como desde el cuarto
donde me encontraba tirado encima de mi cama, al fondo de la casa, lejos de la
calle; oí esa sirena de esperanza. No logro entenderlo y más que desde su
primer aviso, entendiera que era para mi, que venía a buscarme, a rescatarme de
ese lodo en el que se había convertido mi cuerpo entre estiercol y desperdicios
aliñado con el sentido de lo efímero y pasajero.
Llegó envestida
en una túnica blanca, como diosa griega se acercó a mí, acarició mi pelo, me
sonrió, me miró con ternura y postrado en sus brazos quede a merced de su
voluntad. Era mi Grey que llegaba a rescatarme o tal ver a llevarme junto a un
Dr. House que entre sarcasmos y dolores infernales desde lo más profundo de su
alma, me salvaría para seguir con sus propias etapas grises y atormentadas de
una dolorosa vida.
Sentí la
confianza de la paz, de la salvación o tal vez de la mera esperanza puesta en
una mujer que en ese momento me pareció la más bella del mundo.
Me subieron tal
como rey a su trono en su coche sonoro, con sonidos de alerta, de urgencia, de
necesidad por la prioridad de la salvación de una vida. Ese sonido que tantas
veces había oído por la calle y que muchas veces pasaba desapercibido, en ese
momento era el mío, era por mi vida, hermoso; casi podría decir que rozaba lo
divino.
Circuló a toda
velocidad, por mí; saltando semáforos en rojo, pasos de cebra con peatones
hasta que llegó a las puertas de urgencias de ese lugar, donde me devolverían
la vida. Era conocido para mi incluso sin salir de esa posición horizontal y
sobre mí, mi salvadora que no dejaba de repetir que no era el día, que ya no moriría,
que no era mi momento y que me devolvía a la vida; pero con una condición, que
respetase la vida, porque tal vez mi oportunidad nunca más se repetiría. La
miré fijamente, sin pestañear; y le juré respeto a esa nueva vida.
En las puertas
de ese lugar de sanación todo era diferente a cuando había estado de
acompañante. Las urgencias se volvieron amables. Batas blancas corrían, mi
conductor volaba y todo el mundo me miraba con la única intención de que se la
devolviera, con un gesto, un guiño o tal vez con una lágrima pero que suponían
vida.
Llegué a una
habitación con muchos ojos y luces. Me mantearon de cama en cama como volando
entre nubes preso de gaviotas en el mar y palomas que observaban en el peldaño
de una azotea. De ahí a una habitación oscura, un lugar de rayos donde me
enseñaron el interior de mi cuerpo y allí mas caras, todas femeninas salvo la
de un señor, un mago de oriente con el arte de liberar conducciones y sanar
corazones, con el arte del relojero al iniciar de nuevo el tiempo partiendo de
una hora punta, señalada en cero.
En un momento
cuando ya no sabía dónde llegaba, cuando todo eran miradas y caricias; sentí
como en cada una de mis células entraba la vida. Olores fuertes, frescor, aire,
oxigeno. Vibré, sentí nacer, luces y colores dictados entre aplausos de esos
amantes de la vida cuyo éxito no había sido otra cosa que devolverme la vida, o
tal vez darme una nueva vida. Una suma de tiempo que en el día de hoy estoy
convencido que merecía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario