Desde el momento
en el que fui consciente de que la vida
me había dado una nueva oportunidad, me sume a ese carro, al de la nueva vida y
entendí que muchas cosas debían de cambiar, una de las más importantes mis
hábitos de alimentación y de vida social.
Nos encontramos en
una sociedad donde gran parte de las relaciones se mueven en torno a una mesa o
de una copa de alcohol. Somos incapaces de imaginar una celebración sin comer
ni beber. Cuando me refiero a comer, hablo de comida sabrosa y cuando lo hago
de beber, me refiero a bebidas alcohólicas. Nada nuevo digo pero sin lo
escribo. Todos hablamos de ello pero no hacemos un manifiesto en contra de
hábitos evidentemente tóxicos. En Navidad nos quejamos de los kilos que
ganamos, de los excesos de alcohol pero nunca nos paramos a pensar porque lo
hacemos. Porque comemos sin hambre y bebemos sin sed. La pregunta es: ¿Por qué necesitamos intoxicarnos
para ser felices? Importante pregunta y no seré yo quien traiga la respuesta,
al menos una definitiva pero si una sugerencia. Para soportar la vida social
necesitamos transformar la realidad, cambiarla y hacerla tolerable porque
realmente no nos gusta el mundo en el que vivimos y por lo tanto necesitamos de
euforias gastronómicas y alcohólicas. Realmente a todos nos apetece un desliz,
no cabe la menor duda que un día de evasión no es malo, incluso el cuerpo lo
acepta y lo tolera. Cuando se hace frecuente, cuando no solo es diario sino de
fin de semana entonces el problema es gordo, y no lo digo por lo que supone
para nuestro peso, sino por el desarraigo que provoca esa insatisfacción
social.
Todo nuestro
comportamiento personal e intelectual nos pasa factura, y no solo en el estado
de ánimo, sino en nuestro cuerpo. Ensuciamos la casa por tanta fiesta sin
recoger las sobras y las acumulamos en el trastero, que no es más que esas
partes del cuerpo donde se depositan las grasas y demás residuos corporales, y
llega la obesidad, las retenciones y tantas y tantas cosas que nos infestan y
nos acercan un paso más a la vejez prematura y a la muerte.
Mi cardióloga cuando
hablo conmigo sobre esa necesidad de cambio no me dio ninguna dieta, tan solo
me dijo: tú eres un ser inteligente, sabes perfectamente lo que es bueno para
tu cuerpo. Eres un ser vivo destinado a sobrevivir, hazlo, demuestra al mundo
que eres un ser dispuesto a vivir de nuevo, a tener una mejor vida.
Esas palabras
aún me retumban en mi mente y sobre todo mi sonrisa cómplice con la Dra.
Sevilla, ya que supe desde el primer instante lo que iba a hacer y como seguiría
sus consejos en la nueva vida.
La nueva vida no
tenía más camino que volver a los orígenes, a la comunión con la naturaleza, a
respetar a la vida y por lo tanto a los seres con vida. Hacía años ya había
decidido prescindir de mamíferos y aves, las obligaciones y compromisos
sociales me hicieron dejar esa decisión, esta vez no ocurriría de esa forma,
esta vez cumpliría mi propósito según mis propios protocolos, en libertad y
consciente de que no hay terceras oportunidades.
Os preguntareis
que esta opción por si sola no trae consigo la pérdida de peso ni un cambio físico
inmediato. Cierto es, pero también lo es que en esta vida muchas cosas son
actitudes ante la realidad y esa posición ante la naturaleza te hace tener una
actitud que implica una vida natural y por ende, acercar el cuerpo a su estado
natural.
Últimamente
estoy viendo una defensa atroz de las curvas y las formas redondeadas. Otra
nueva consecuencia de la vida social que impera. Esta sociedad de consumo
justifica lo que no es natural en un cuerpo para defender la propia existencia
de la sociedad. Tan antinatural es la delgadez exagerada con fines
industriales, como justificar la obesidad. Existe el peso justo, el nuestro, el
natural, el que nos hace sentirnos sanos y por lo tanto felices. A ese peso
debemos dirigirnos y el primer paso es saber que comer es un acto limitado, no
un placer diario. Las excepciones son muy dignas y necesarias para un buen
equilibrio mental, pero nunca hacer de una excepción un hábito alimenticio
incorrecto y tóxico. No ataquemos la anorexia justificando la obesidad. No
luchemos contra las tallas mínimas promulgando las XXL. Para acabar con un
fuego no se ha de prender otro fuego.
Todo es mucho
más fácil de lo que pensamos, tan solo es cuestión de actitud, de hacer de
nuestras necesidades un acto de alegría vital, algo natural y puro.
Para mí fue un
reto pero también un gusto, hace años que soy naturista, que necesito unirme
con el espacio exterior, comulgarme con el mar, con el viento, la arena. Eso
será propio de otro capítulo durante este verano, recordando que fue en un verano
en el que perdí directamente seis kilos de peso y que Agosto fue el mes
estrella. Me he descuidado un poco durante este año y me sobran cuatro o cinco
kilos, estoy decidido a perder parte de ellos durante este mes, si me acompañáis
os diré lo que pienso hacer, porque unas vacaciones en tu lugar habitual pero
tratadas de otra forma, no os quepa la menor duda que ayuda mucho más que si lo
hiciéramos en otro lugar que no fuera uno habitual de nuestra existencia.
Dejemos de una
vez de comer, hay que alimentarse para despertar el poder auto curativo del organismo y ganar
energía. Este va a ser nuestro fin, sanearnos y llenarnos de vitalidad, por
ello y antes de terminar os voy a poner un ejemplo de esta sociedad tóxica
frente a la vida natural. El otro día por la radio escuche que un famoso chef
había creado un merengue salado de color azul que lo aplicaba en la preparación
de un bacalao. Para la elaboración de ese merengue no faltaban choques
térmicos, modificaciones en la estructura molecular de los productos empleados
y un coste por la originalidad del creador del producto tóxico. Hablaron de un
coste en restaurante de más de cien euros. Sí, habéis oído bien, contaminarse ahora
también es caro. Ese dinero para el deleite de unos segundos en la máquina
trituradora que es la boca. Que estúpido nos parece dicho de esta forma, que no
es más que la auténtica sin tapujos ni ídolos de paja de la actualidad.
Probar a comeros
un tomate rojo sin maduración excesiva, con unos dientes de ajo picados por
encima, una cama de rúcula y bañado todo con un buen chorreón de aceite de
oliva extra virgen, sin ningún refinado. Glorioso, auténtico, natural y
posiblemente por tan solo dos o tres euros.
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