Dicen que a
veces vivimos en la inconsciencia de la propia vida. Que como un veneno con
efectos retardados nos vamos matando sin saber que lo hacemos, aunque los
síntomas sean tan próximos a la muerte que ni tan siquiera somos capaces de
mirarnos. Era un quince de julio de hace dos años, el calor insoportable, faltaba la respiración o tal vez
la capacidad de respirar. Recuerdo una tarde de somnolencia, de dificultad para
el trabajo, como si todo fuese a cámara lenta, como si la vida se resistiese a
pasar páginas e incluso líneas. Días de calor húmedo, de traje y corbata
desaliñados, como de segunda mano, sujetos a un cuerpo hinchado, engordado,
cebado; mal tratado y peor alimentado. Cuando la vida no es vida tratas de
apegarte, de seguir adelante ingiriendo sapos y culebras, porquerías terrenales
y cenizas del viento cubiertas en humo de cigarros.
Sin interés por
vivir, no más que por pasar los días con las molestias mínimas, sin disfrutarlos,
sin gastar el tiempo; tan solo viéndolo pasar entre esos humos de melancolía,
copas de nostalgia y jarras de burbujas manchadas de agonía.
El cuerpo
deforme como un almacén de basura, la cara ensangrentada y el cabello de un
triste gris perdido en la quema de la alegría. Un quince de Julio de pereza, de
siesta; de tristeza. Esa noche llegó como todas llenando la barriga y bebiéndome
la vida. Conseguí dormir como siempre mezclando esa copa con pastillas de las
que te alejan hasta de los sueños.
Desperté en la
mañana del dieciséis, como si no hubiera pasado la noche, como si el peso del
cielo cayera plomizo sobre mi cuerpo. Apenas pude salir de la cama, de nuevo
el sol, calor, sudores, fracasos; resacas y toses típicas de los amaneceres
carentes de atardecer. Sentía dolor de
cuello, de espalada, de cabeza, angustias; algo normal pero que en esa mañana exageraba
la agonía del oxígeno circulando por mis arterias.
A penas podía
levantar los brazos, no sentía los dedos de la mano. Terror, el miedo se
apoderó de mi pero manteniendo la cabeza recta y la poca cordura en mi mente, fui
capaz de confesar el miedo, de pedir auxilio. Así lo logré, la llamada a emergencias
tuvo efectos, menos de diez minutos y me rodearon de batas blancas. Ojos y
manos de esperanza que me hicieron confesar que en ese día no quería morir.
Esas manos, esos ojos me prometieron vida, que no se me escapaba y es entonces
cuando supe lo que pasaba; mi corazón marchito se apagaba, no era capaz de
alimentar ese cuerpo muerto en vida.
Me deje llevar,
me entregué a esos ojos con bata blanca. Desde ese momento fui consciente de
que volvía a nacer, que de nuevo iba a vivir; y me aferré a la vida.
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