Siempre que viajo
a una gran ciudad, lo primero que hago al llegar es comprar un bono de metro. El
suburbano me resulta la mejor forma de moverme por la ciudad con rapidez y
conociendo todas sus entrañas. Siguiendo ese patrón así lo hice en mi reciente
viaje a Madrid en la Estación de Puerta de Atocha, y aunque siempre me llaman
la atención las personas, esta vez me dio tiempo en uno de esos trayectos para
la reflexión, no de forma premeditada ni tan siquiera deseada; todo fue algo espontáneo
y repleto de emoción.
Creo que fue el
pasado sábado 16 de diciembre de 2017 cuando en la mañana al salir del hotel fui
directo a la estación de metro más próxima y me introduje en los túneles. Tomé el
tren en el sentido interesado y en la segunda o tercera estación hice trasbordo
para tomar la línea que me llevará al centro de la ciudad, y en concreto al
lugar donde quería desayunar. De pronto entro mucha gente a la vez y yo por
suerte pude tomar un asiento. La escena era que en fila estábamos apretados
unos cuantos sentados, otros en frente y multitud de personas en medio agarradas
de donde podían para sujetarse, aunque no era necesario ya que todo estaba tan
a presión, que antes descarrilaba el tren que cayera uno de los pasajeros.
En esa situación
tenía que mantenerme durante unas seis paradas, lo que a tiempo vino a ser unos
diez minutos o quince tras una de ellas mas largas de lo habitual. Tiempo todo
ello suficiente para observar, llenarme de emociones, pensar y llegar a amar a
todas y cada una de esas personas. Todos ellos seres humanos qué por un motivo
u otro, en ese justo momento habíamos coincidido y nuestras vidas se habían
juntado.
Caras, rostros
con sus miradas. Todo ellos con sueños, con esperanzas y decepciones. Me sublevó
la vida de cada uno de esos seres. Mi corazón se estremeció al ver sus miradas
perdidas, algún gesto de cariño y otros de absoluta indiferencia. Los observé
hasta cierto punto de llegar a tener contagio personal. Y digo bien, contagio y
no contacto; porque no es lo mismo cruzar miradas que compartirlas. Yo compartí
con alguno de ellos esa admiración por la vida, por la proximidad de las
distancias, por ese lenguaje no verbal con el que cada uno de nosotros nos íbamos
desnudando de tapujos los unos de los otros. Todos formamos en ese momento
parte de una misma familia, de una comunidad no provocada ni deseada, pero mas
fuerte que ninguna otra porque estábamos sujetos a ese mismo destino al que nos
conducía el mas lejano de los seres en ese instante, pero también el mas poderoso;
ese que en cabeza del comboy, manejaba los mandos llevándonos a la dirección ya
concertada por los propios carriles de la vida.
Me conmovió
tanta humanidad; tantos seres juntos, pegados, tocándonos como en muy pocas
ocasiones nos volveríamos a tocar. Tal vez nunca volvamos a cruzarnos,
posiblemente moriremos sin vernos jamás, pero durante unos instantes, todos nosotros
fuimos en un vagón de metro donde la vida nos junto y en la parada más próxima nos
dejaríamos llevar por preocupaciones, ilusiones y esperanzas. Todos formamos esa
unidad llamada ser humano, hermanados por la necesidad de seguir el rumbo de la
vida.
Baje en mi
parada abriéndome paso como pude entre tantos semejantes, cada uno con su vida,
con sus necesidades. Todos cuerpos y almas, dados al menos alguna vez al amor y
a la pasión. Salí por la puerta de esa caja de metal mirando hacia atrás, como
en un acto de despedida, de un hasta siempre porque mañana difícilmente existiría.
Trastornado y altamente emocionado seguí mi camino con las lágrimas cayendo por
mi cara y una sonrisa de felicidad por ese amor que durante unos minutos, seres
desconocidos nos dejamos dar.