Unos
pasos, el golpeo de las puertas y ventanas, los chascarridos de la madera; una
sinfonía de sonidos rodeaban a Paca en su mecedora, junto con los gritos del
cielo en mitad del silencio. Otro árbol en llamas arrasado por una lengua de
fuego, por la rabia del cielo, la condena de los vivos y el susurro perceptible
de los muertos.
Intranquila,
con el poco vello de su piel como escarpias, el terror dibujado en su cara,
fija la mirada, reflejada en el cristal; se miraba y mas se aterraba, se
acercaban, unos pasos, lentos, pesados, arrastrándose hacía su estancia y, la
puerta golpeaba, se abría y cerraba, una brisa gris penetraba, las animas
errantes que circulaban en torno a ella, sin llegar a tocarla, la miraban, susurraban,
le invitaban a seguirlas, tenían rostros, algunos conocidos. Las animas que en
el día de los difuntos decían caminaban por el tejado, las tenía a su lado,
acercándose, celebrando los finaos su nueva presa, su compañera cuya alma no se
vería envuelta en una fina sabana blanca de hilo para ascender a los cielos,
sino que permanecería encerrada en una brisa oscura, atrapada entre el cielo y
el infierno.
Y
los pasos cada vez mas cerca de la puerta, tan cerca que la tocaban y se
aproximaban hacia ellas, sus ojos se salían de sus órbitas, ni uno de sus
marchitos músculos se movía, ni su cara atrapada en el cristal oscureciendo por
la mancha que se acercaba, se aproximaba, estaba cerca, la atrapaba, hasta que
de los hombros la cogió. Un leve quejido, no llego a ser un grito emano de su
garganta. Ya estaba cogida, atrapada por las animas, hasta que una voz se alzo:
- Dña. Paca a la cama-. Una voz brusca y sin ningún tono de delicadeza, como
siempre, era Fernanda, ruda y austera, con su ropajes negros empapados de agua
y el pañuelo cubriendo su cabellera.
Fernanda
no era una mujer de su agrado, era una persona sin sentimientos, sin alma,
había nacido en El Condado, la hija de Hipólito el encargado de las cuadras,
nació cuando Paca unos meses antes de su boda y siempre había estado a su lado,
y aunque nunca cruzaron muchas palabras en ese momento fue un alivio, era
Fernanda para llevarla a la cama y no una de esas animas deseosa de atraparla
para llevársela junto a ellas al limbo de las tinieblas.
La
puso en pié con gran esfuerzo, Paca estaba mas pesada de lo normal, era como un
peso muerto que se arrastraba sin mover prácticamente los pies, estirada y
empujada sin mas miramientos por Fernanda. Al final consiguieron llegar a la
habitación, la cama ya la estaba preparada, Fernanda ya lo había previsto, esos
eran los pasos y los ruidos que tanto la habían aturdido. Las sabanas blancas
como la cal y una suave manta, a pesar de la tormenta, todavía no había llegado
el frío y para Fernanda era ropa suficiente, aunque Paca, vacía de energías y
calorías siempre sufría de frío pero no hablaba, no se quejaba, total poco le
quedaba, estaba en las puertas del purgatorio y las animas posicionadas para
darle la bienvenida al mundo de los muertos en vida.
La
tumbó sobre la cama, no sin antes llenar una palangana de agua y lavarle la
cara, el cuello, los brazos y las piernas, esos trozos de huesos que la
sostenían. Mas que lavarla la frotaba, le rasgaba la piel como si quisiera
sacarle brillo. Fernanda era una mujer tullida sin miramiento, harta
posiblemente de tener que andar cuidando de una vieja que al menos ya solo era
una, hasta entonces había tenido que dedicarse a ella y a Margarita, muerta
apenas hacía una semana.
Una
vez restregada y secada con un trapo que mas parecía una lija, le cubrió, no
sin antes dirigirse hacia el ventanal del dormitorio principal donde dormía
para cerrar las contrapuertas, pero Paca sacando un hilo de voz le pidió que no
lo hiciera, que quería ver la tormenta y los árboles en llamas. Fernanda la
escuchó y salió de la habitación entornando la puerta, sin cerrarla del todo,
como si quisiera dejar un hueco para que entraran las sombras y pronto se
llevaran a la vieja.
Tumbada,
boca arriba como quedaría toda la noche y como cada noche, trató de girarse un
poco a la derecha hacia el gran ventanal. Desde allí se veía todo el condado,
el torrencial que caía, los rayos y los árboles en llamas, ya eran mas de cinco
los que eran presa del fuego, y de nuevo tumbada, como si estuviera amortajada,
su cuerpo en el cristal se reflejaba por el efecto del candil encendido. No
podía pasar la noche en la oscuridad y siempre quedaba un candil encendido
hasta que se consumía y se apagaba cerca del amanecer
Allí
sin apenas nada de sueño, tumbada, mirando al techo del dormitorio y de vez en
cuando al ventanal cuando las culebras de luz caían del cielo, empezó a
recordar el día de su desposorio, tal vez al ver a Fernanda que nació unos días
antes.
Empezó
siendo el día mas emocionante de su vida, el mas feliz, continuo pero como todo
en su vida, la felicidad no duraba por mucho tiempo. Era un domingo caluroso,
el Conde, su padre lo había organizado todo, desde la ceremonia que se celebró
en la capilla del Condado haciendo venir al cura y al sacristán del pueblo,
hasta el convite, todos fueron invitados, los habitantes del condado y todo el
pueblo que llevaba su nombre.
Paca
hacía noches que no dormía pensando en el momento, en esos días se veía poco
con Benito, su tarea fundamental era participar en los preparativos; el
banquete, las flores, el vestido; si el vestido que su madre le había hecho de
fino hilo blanco, ceñido en la parte superior y con vuelo desde la cintura de
seda natural, comprada en la ciudad por
El Conde. Se lo probó una y mil veces junto con su velo que le cubría todo su
rostro, hasta el momento en el que tras la bendición del cura, Benito se lo
levantara una vez desposada.
Llegó
el día, por fin la ultima prueba del vestido, la definitiva, estaba en pié
desde que cantó el primer gallo he hizo levantar a todo el mundo salvo a
Fidela, su abuela que desde la tuberculosis se consumía en la cama. Saltaba de
un lado a otro, estaba gozosa, no solo por el matrimonio; sino porque tendría
su propia casa, unos aposentos anexos pero independientes del caserón y lejos
del servicio, por mandato del Conde, de su padre. Allí viviría con su amado que
vendría del pueblo a vivir al Condado y soñaba con hijos, con muchos hijos. Era
pura vitalidad la que se desprendía en cada uno de sus movimientos, de sus ojos,
de su empalagosa sonrisa coqueta de mujer enamorada y deseosa de celebrar el
día mas importante de su vida, y además tenía un padre que la llevaría al Altar
cogida del brazo para entregarla a Benito.
Así
sucedió, llegó la hora, y el Conde entro en los aposentos del servicio, se le
iluminó la cara al ver la belleza de Paca. Un cuerpo duro, robusto, de firmes y
generosos senos, unas prominentes caderas y largas piernas y sobre todo, lo que
mas la embellecía, era el contraste del velo sobre su pelo rojo, le daba una
especie de aurea sobre su cabeza, parecía un ángel y el Conde se sintió padre,
haría de padre por primera vez, daba igual la forma en la que Paca llego al
mundo, la forma que fuese, había creado una mujer, se convirtió en padre de toda una amazona sin pasar por la
niñez.
La
cogió del brazo y su madre y su abuela llevada en una silla la siguieron
detrás, todos en fila esperaban, se aproximaron a la pequeña capilla repleta de
las gentes del Condado y del pueblo, tomaron el pasillo central y al final, Benito
esperaba al lado de Margarita, ella su única amiga, además era la madrina de su
amor.
Frente
al Altar, cogieron sus manos y a su lado El Conde y al lado de Benito Margarita
bellísima con un vestido rosa fuerte, un color que jamás había visto y que deslumbraba
con su pelo rubio recogido con velo y peineta.
El
cura dio la ceremonia y llego el gran momento, la gran pregunta, primero a
Benito, si quería a Paca por esposa, y respondió con un si quiero, y luego le
toco a ella, -¿Paca quieres a Benito como esposo, en la salud, en la enfermedad
y hasta que la muerte os separe?- Paca con voz firme y segura deseosa de librar
las mágicas palabras del amor generoso, ese que sale del corazón y se ofrece a
Dios y a toda la comunidad para que sea conocido, para que no exista la mas
mínima duda de su entrega, contestó saliéndose del simple “si quiero” y dijo:
-si, lo quiero todo para mi y para siempre-. Benito sonrió y El Conde la miró
sorprendido por su espontánea respuesta, pero así era Paca, naturaleza salvaje,
pura pasión, y Margarita cómplice de su naturaleza le guiñó un ojo, en prueba
de felicidad y de alegría por su querida amiga y por la felicidad de su
hermano.
Benito
le levantó el velo, y una vez liberado su rostro la beso, no estaba previsto,
se oyeron murmullos entre los presentes, pero ninguno de los dos pudo impedir
dejarse llevar por la pasión del momento. Cogidos del brazo salieron de la
capilla y una lluvia de arroz calló sobre ellos, corrieron para evitarlo y se
abrazaron y besaron.
Tras
la ceremonia llego el banquete, comida para todos, los mejores manjares, habían
matado pollos y cerdos del Condado para el festejo y corrió el vino, litros de
vino, esta vez de los mejores, de los que guardaba El Conde en la bodega para
momentos especiales.
Un
grupo flamenco traído de la cercana Andalucía amenizó el banquete y tras este
los bailes, todos lo hicieron, y también los recien casados, cuando en un momento se oyó un
grito, un ensordecedor grito que supero el tono de los músicos y cantantes, era
su madre con su abuela en el suelo gimiendo, una uva traicionera se le
atraganto en la garganta, no podía respirar, Paca de la felicidad pasó al
dolor, corrió hacia ella, Fidela en el suelo se ahogaba, le daban golpes en la
espalda y nada, sus ojos sangrantes por la falta de aire parecían reventar,
cada vez mas morada, su rostro de color lila y sus labios queriendo con
quejidos agarrar algo de oxigeno, pero no podía y poco a poco, fue cayendo
hasta que la vida le abandonó.
Su
abuela había sido su madre, la había cuidado desde niña mas que la suya, lo era
todo para ella, su vida, su pasado se apagó de repente y también su dicha, su
felicidad. El primer día de casada, la muerte había vencido al final.