El
corazón de Paca estaba marchito como las flores al termino de la primavera, con
los pétalos amarillentos, secos y arrugados. Su corazón viejo latía a duras
penas como impulsado por una necesidad de continuar impulsando sangre a Paca y
sus recuerdos, latidos que le permitieran un último repaso por los momentos mas
intensos de su vida, que habían sido muchos, malos pero también buenos.
La
tormenta estaba atrapada en El Condado y ahí permanecería durante horas soltando
gruñidos y lenguas de fuego, como siempre, así había sido siempre, cuando de
repente una voz, un sonido conocido precedido de un golpe en la puerta. Era
Fernanda, su asistenta, se había demorado mas de lo normal causado por la
intensa lluvia que limpiaba cada rastro de maldad en esas tierras que para Paca
eran tan amadas, tan sentidas, tan suyas.
Se
acerco sin que apenas se oyera ni su respiración. Fernanda era una mujer ruda y
curtida por la vida, el tiempo, el sol, el campo había dejado marcada su cara.
No tendría mas de cincuenta años, pero parecía tan vieja como la propia Paca
aunque mas entrada en carnes, a veces pensaba que como cocinera, a ella le
llevaba los restos de sus guisos, tras zamparse la mayoría de sus cazuelas. Le
dio la vuelta a la mecedora acercándola a la mesa, le puso un trapo colgando de
su cuello y le colocó la bandeja cerca de ella. Un cacito de caldo de gallina y
un pedazo de panceta asada chorreosa de
su sebo, al lado y como siempre, no iba a faltar ni en los últimos días de su
vida, un generoso vaso del mejor vino del condado. Una vez en posición para la
cena, Fernanda se sentó a su lado sin mediar palabras, era mujer de pocas
letras, ahí quedaría hasta que Paca terminara la cena o le mandara marcharse. A
Fernanda le importaba poco si Paca comía o no, ella solo atendía sus
obligaciones, darle de comer, limpiarla, lavarla y mantener limpios sus
aposentos, sin mas esfuerzo ni interés.
Paca
no sabía bien si por el olor a tierra mojada o por tantos recuerdos que había
repasado durante la tarde, tenía apetito, tomo la cuchara y no dejo
prácticamente ni gota de la sopa, dio varios tragos al delicioso vino que le
había servido esa tarde noche. Después con las manos puso la sebosa panceta
sobe una hogaza de pan blando restregándola bien para que se pringara a fondo
de la grasa y el pan se hiciera mas jugoso y no dejó ni una miga para las
palomas como decía su abuela cuando de pequeña le preparaba pan calentado al
fuego y no todo se lo comía y decía: “ni para las palomas”. Se terminó el vino
y para poner fin a la cena un racimo de uvas de la tierra con un trozo de
queso, era su postre preferido y mas delicioso: “uvas con queso saben a beso”,
así se lo decía Benito. Le contaba que cuando no estaba ella, para recordar sus
labios, tomaba uvas con queso, porque saben a beso.
Termino
con el racimo de uvas sin dejar una y el queso y de forma automática y sin
mediar palabra, Fernanda le dio de nuevo la vuelta a la mecedora para ponerla
cara a la ventana, en unas dos horas volvería para meterla en la cama, recogió
la bandeja dio un portazo, tal vez por su carácter o por una corriente de
viento, a Paca no le gustaba pensar mal, y de nuevo se encerró en sus
pensamientos, eso sí ahora con la panza bien rellena y con el trapo colgando, a
Fernanda se le olvido quitárselo y ahí quedo, con la mirada fija en el cristal
y el trapo colgando de su cuello, pringoso de la panceta y pegajoso del zumo de
las uvas que en algún momento se había escurrido entre la comisura de sus
labios resecos y pellejosos.
Uvas
con queso saben a beso, eso recordaba Paca en boca de su amado Benito y en ese
momento llegó hasta su mente aquel año maldito para El Condado y sus
alrededores. Muchos de sus habitantes contrajeron una extraña enfermedad,
temblorosos escupían mocos tintados de sangre, se consumían en sus huesos con
dificultades para respirar. La primera que tuvo esos síntomas fue la señora
Condesa, de por si era una mujer débil, flaca, con sus huesos cubiertos por tan
solo su piel. Era la atención de los habitantes del Condado, sus temblores y
espasmos asustaban; sus esputos sangrosos. Pero no era ella la única que tenía
esa enfermedad, eran cada vez mas y mas los que sufrían sus consecuencias. El
Conde mando traer al médico del pueblo y al boticario para que la vieran, para
que la curaran, no le tenía ningún cariño, pero era su mujer, la Condesa. Cuando estos llegaron
al Caseron y miraron y exploraron a la Condesa , se miraron con complicidad, sabían
perfectamente lo que estaba pasando, mas aún cuando no era la única que sufría
esos síntomas. Después de esa mirada y tras varias preguntas del Señor Conde
instando a que le dijeran el motivo de su mal, ambos a la vez y con cara
aterrorizada le dijeron: la tuberculosis.
A
todos les ordenaron que se acercaran lo menos posible a los que padecían esos
síntomas y si lo hacían cubrieran su cara con un pañuelo al parecer era una
enfermedad muy contagiosa, no solo era la Condesa , también otros, si otros; también su
abuela Fidela y Benito.
Paca
se dividía dando cuidados a una y a otro. A su abuela en su casa con paños de
agua y vinagre, y vahos de eucalipto que le había proporcionado el boticario.
Eso lo hacía durante las mañanas y las noches, tapada su cara, junto a su
querida abuela, y las tardes, todas ellas tomaba el camino del pueblo para
visitar a su amado Benito, Paca ya había cumplido los dieciocho años y Pili en
su caminar hacía la casa de Benito cuya relación con ella era ya conocida por
todos y aceptada; Pili ya mayor cada vez le costaba mas seguirla, Paca corría y
Pili quedaba atrás, no conseguía seguir esos pasos, esa energía de Paca en su
ansia de ver a su amado y de cuidarlo junto a su hermana Margarita que no se
despegaba de su lecho.
Llegaba
todas las tardes tras recorrer el largo camino, cansada, con Pili abrumada y se
sentaba al borde de su cama con la cara tapada colocando una y otra vez paños
mojados en agua y vinagre para bajar la temperatura y calentando eucalipto para
que absorbiera sus vahos y le ayudaran a respirar. Sufría por dentro pero no
dejaba que su dolor lo apreciara ni su abuela ni Benito, ella sonreía y animaba
a sus dos queridos enfermos que parecían como dos pasas arrugadas poseídos por
temblores que le llegaban hasta el alma.
Así
uno y otro día, su madre y ella con su abuela y margarita y también ella con
Benito, día tras día, sin apenas dormir, cansada y agotada, pero con la energía
sacada de la nada para impedir perder a las dos personas que mas quería en su
mundo, el de Paca.
Uno
de esos días tras regresar al Condado ya entrada la noche después de prestar
sus cuidados a Benito, cuando entró en el caserón no había nadie, solo su madre
y su abuela postrada en la cama, el silencio todo lo invadía, algo malo había
sucedido, se olía en el ambiente. Tan solo con mirar a su madre lo percibió, le
preguntó que sucedía y le llegó la noticia; la Señora Condesa había muerto por
esa enfermedad. Paca saco de sus entrañas todos esos días de sufrimiento y se
sumió en un intenso lloro, no tanto por la muerte de la Condesa sino por si
también ese sería el destino de su abuela y de su amor, si Benito también moriría.
Paca
necesitaba ver a la Condesa ,
tenía que saber todo lo que le había pasado, preguntó a unos y a otros, solo le
decían que tras unos de esos espasmos, uno mas fuertes de los habituales, de
pronto la Condesa
abrió los ojos ensangrentados, como si le fueran a reventar y en un último
suspiro dejó de respirar. La vio metida en una caja, ataviada con uno de sus
mejores vestidos, seca, arrugada, con tan pocas carnes que sus huesos se podían
ver. Fue tal su impresión que salió corriendo de la parte noble del caserón y
se abrazó a su abuela, sin taparse ni nada, solo quería abrazarla y darle su
salud, cambiarse por ella, le regalaba su vida en ese abrazo, no podía ni
imaginar la posible pérdida de esa persona que le había acompañado y cuidado
durante toda su vida.
Al
día siguiente se celebraron los funerales, llegaron gentes del pueblo y de
otros territorios; nobles, terratenientes, autoridades; todos para dar su
sentido pésame al Señor Conde, que si bien nunca había querido a esa mujer, se
encontraba hundido, tal vez no había explicación, nunca tuvo relación con ella,
a penas si mediaban palabras, pero sentía su muerte, nunca lo había visto de
esa forma y eso que la muerte había rondado en muchas ocasiones por su vida,
incluso la había causado en mas de una ocasión, pero nunca lo había sentido;
para el Conde esas muertes habían sido justicia y la de la Condesa , la quisiera mas o
menos, no era justa, había tenido una vida insípida bañada en mistela y tristeza,
pero no era justa, tal vez se lamentaba no haberla hecho feliz no haberla
cuidado y amado, eso era posiblemente lo que al Conde le apesadumbraba.
Pasaron
los días tras el enterramiento de la
Condesa y Paca siguió con su rutina, de la habitación de su
abuela al pueblo a la casa de Benito, así un día tras otro, ambos parecían
mejorar, Benito mucho mas rápido, era un chico joven y fuerte, y su abuela por
el contrario ya tenía sus años aunque la fortaleza también era su aliada. Tras
unas semanas Benito se encontraba prácticamente curado del todo, pero Paca
seguía cuidándolo cada día no podía perderlo, y así día tras día y el cansancio
ya se notaba en su rostro y las noticias, mas de veinte personas habían muerto
por la epidemia de tuberculosis, su abuela también mejoraba aunque seguía
postrada en su cama, la maldita enfermedad la dejo muy débil sin apenas esas
fuerzas que tenía. Una noche regresando del pueblo tras la obligada visita a
Benito, de repente, como salido de la nada se encontró de frente con el Señor
Conde montado sobre una yegua blanca, un animal divino, como un ángel caído del
cielo. El Conde desmontó, se le acercó, Paca sin palabras, apenas se cruzaba en
su vida y de repente El Conde, tomo las riendas de la yegua y las puso en las
manos de Paca. Con una voz suave y dulce, como nunca lo había sentido, le dijo.
–Jara, toma es para ti, para que vayas al pueblo, te la regalo “hija”, es
tuya-. Paca se quedó paralizada, no le salió ni una palabra, tomo las riendas
de la yegua, se quedo quieta, inmóvil y El Conde se dio media vuelta y se
marcho. Ella no, como un cuadro se quedaron; Pili, ella y Margarita, la yegua;
en honor a la hermosa hermana de su amado, pero no tanto por el regalo, que
también le había impresionado; le había llamado “hija” y ella no lo sabía.
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