Llega un momento
en el que dejas de inventar, entiendes que la vida se encuentra en un punto de
no retorno, que hay cosas que ya no pueden pasar.
Algunos dicen
que todo tiene su momento, pensamos que cada época se corresponde con un rol y
salirse del mismo no es extravagante sino que anacrónico. Pero claro que de
mediocres y necios está poblado el mundo.
Pensé que una
vez que había conocido ciertas pinceladas del amor, que los años habían pasado
sin dejar rastro de mi existencia, para tal vez cumplir con eso de que se
acuerden de ti tras la vida, que no pase eso de que seas olvido porque no
dejaste rastro en ninguna memoria. Resignado a la tristeza, a la mediocridad,
al abandono existencial. Decidido a pasar los días como se hace con las hojas
de un calendario, rompiéndolas incluso tras el paso de cada fecha; condenado a la
supervivencia, a sobrevivir con alguna lástima pero sin ninguna alegría.
Cuando piensas
que nada ni nadie te sacará de los rieles metálicos de las guías fatales de la vida,
cuando ya no piensas que seas capaza de sonreir, salvo alguna carcajada forzada
soltada para complacer a los que te quieren, que tristes te miran como se
abandona la vida; cuando menos lo esperas, llega. Sin aviso previo, sin comparsa,
sin orquestas y sin las bandurrias de la
tuna universitaria. En silencio, casi con susurros para no molestar, para tan
solo acariciar el vello erizado de una piel seca por no poder llorar. Así de
esa forma, con una mera palmadita en lo más profundo del corazón; la vida te
regala la felicidad, la que no esperaba, la que es posible que ni conociera, o
tal vez se encontraba en el cubo de los olvidos deseados.
Una bienvenida y
la vida tras la puerta. Unos ojos verdes y una sonrisa. Una melena rubia y un
guiño. Unas palabras discretas con invitación. Una mano tendida y otra
dada. Un cuerpo floreciente frente al
marchito que con su savia de repente empieza a florecer. Un nuevo idioma, el
que entiende de corazones y sutilezas; ambigua, compleja, exótica pero de
siempre; como esas personas que son el resurgir del renacimiento. Así, de esa
forma la vida ha llamado a mi puerta, me ha devuelto o tal vez me ha enseñado
que la felicidad existe, que la tengo día a día y que solo tengo que estirar la
mano y tomarla, hacer de ella el objeto vital diario sin pensar en más allá, si
dura o se extingue porque la vida me dice que lo merezco, que los valores
eternos y nobles que poblaron mi existencia serán capaces de hacer que el hoy
sea más pequeño que el mañana y que el futuro siempre será mejor, con la
actitud apropiada, con la valentía de expresar los sentimientos, sin reparo,
sin cortapisa; con la única medida de la armonía de su piel, de la textura
aterciopelada de un ser llegado desde la otra parte del mundo para anidar en mi
corazón, para sembrar una vida que a estas alturas comienza con la esperanza de
más vidas, con tranquilidad, con pausas programadas; con la sensatez de ese
tipo de personas que vienen para hacer que la felicidad y el amor sean la
palabra y el sonido de un mundo hecho para vivir.
La vida me llegó
en forma de mujer, de una Diosa del Siglo XXI con aspecto renacentista. Con
valores sólidos, nobles y elegantes, como las grandes personas y como las
mujeres de verdad, con su vida por delante, sin traiciones pero con compromisos
de fidelidad sellados con fuego; el del calor de su mirada, el de la fuerza de
sus ojos.
La vida me ha
dado vida con unos labios que aunque intactos, me prometen eternidad, con
compromiso, sin dolor, sin sombras, con miradas altas y horizontes con mucha
grandeza. Así es la mujer que la vida me reservaba para este momento de mi
vida, en el que no esperaba más de nada ni a nadie.
Cuando la vida
te sorprende de esta manera, te impregna, te posee; te deja desarmado con tan
solo las ganas de caricias, de ternura; de la sensibilidad encerrada en un gran
tesoro llamado Alma.
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