Algunos dicen,
que siempre acabamos llegando a donde nos esperan.
Desde luego esa
imagen de los brazos abiertos, la de esa mano que te llama, la que te invita a
la recepción de tu mano; esa imagen no es más que una llamada para que llegues
y otras veces, para que vuelvas.
La espera es un
sentimiento al borde entre el amor y la
necesidad. Te buscan para darte ese amor, y te esperan; o tal vez necesiten de
tu amor. En la vida como en las novelas rosas siempre está quien da y quien
recibe; el que espera y el esperado.
Toda acción
tiene su reacción, como esas risas que nacen de otras risas. Tus actos, tus lágrimas
acompañadas de suspiros buscan el consuelo, una mano amiga, un beso; o tal vez
el aliento perdido tras ese amanecer inesperado, ese que llegó sin ser esperado.
Siempre acabamos
llegando a donde nos esperan. Es un acto natural, como la vuelta al nido de las
golondrinas tras el invierno, o las cigüeñas para anidar. Somos parte de un
rebaño de vidas, de esperas deseadas y de desencantos añorados por el dolor del
silencio.
Volvemos donde
nos esperan, porque con mayor o menor deseo, la jungla de la vida nos empuja a
una vuelta predeterminada. Una acción marcada en los genes de cada sueño, desde
que la noche se despertó con el deseo de crear vidas, de suspirar esencias de
talco y azahar; de suplicar la espera de otra noche, de la vuelta a las sábanas
blancas, al rocío de unos pechos prendidos por el ocaso del deseo.
Volvemos donde
nos esperan, porque unos brazos valen más que mil corazones prometidos y una
bienvenida es una nueva vida. La esperanza de empezar de nuevo, de hacer el
camino entre las piedras; la necesidad humana de vivir las esencias, de tener
un labio sobre otro labio, sin despegarse por la espera o por la bienvenida;
porque unos labios y unos brazos, son el suspiro de nuestra existencia.
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