sábado, 20 de mayo de 2017

VALERIA Y EL TREN -CAP. V- LAS DISYUNTIVAS DE VALERIA




Dos caminos se abrían ante sus ojos, como aquel día en el Hospital del Mar en el Port Olimpic, dos opciones; dormir, olvidarse de todo, ignorar la vida, o tomar un tren. En esas fechas la vida de Valeria siempre estaba condicionada a un tren, ahora lo era el Stansted Express en aquella habitación de hospital uno que le llevaría por el camino del mar, con la luz de levante a la ciudad que la vio nacer a través de caminos de hierro, de esos en los que sin saber porque, tienen un destino marcado de antemano.

Valeria se levantó del pub y ando bajo la lluvia londinense, no le importaba, nunca entendió ese miedo al agua, a ese líquido que adoraba, ya fuese el mar o la lluvia. Ese que su falta casi le arrebató la vida por las calles de Barcelona. No podía decidir, si subir a su habitación para dormir o coger cuatro cosas y volver de nuevo al Stansted Expres y tomar un vuelo tras conocer la noticia de que su madre había salido del coma. En su cabeza rondaban todo tipo de pensamientos, de dudas, de matices; esos que te hacen desesperar, porque a pesar de no sentir entusiasmo por ver a su madre no dejaba de ser su amiga, su eterna admiradora, su referencia femenina en su vida. Valeria era mujer de pocas amistades, de exclusivas y excluyentes relaciones, su madre no solo era su creadora, también su conciencia y confidente de secretos y decepciones. Pero ahora la decepcionada era ella y la causante su madre, esa de la que tanto dependía emocionalmente y que su traición, la había dejado sin referentes, sin saber que era el bien y el mal y un torbellino de dudas que era incapaz de digerir.

Valeria se puso a dar vueltas sin sentido por las calles de Notting Hill, Portobello, subía y bajaba, giraba; incluso se acercaba  por momentos a Hyde Park. Sin rumbo, como una orquesta sin dirección, Valeria deambulaba sin sentido, con dos opciones: su casa y dormir o coger ese tren y al aeropuerto para poder abrazar a su madre, mirarla a los ojos y decir que lo sentía con medias palabras porque su herida aún era sangrante y no la había perdonado. Jamás lo haría y como dicen no sería feliz sin perdón. Hay personas que dicen eso de que perdonan pero no olvidan, queriendo decir que si bien no quieren el mal, tampoco tendrán su bien. Su padre la había ensañado,  que para poder respirar hay que perdonar y olvidar, porque para ser perdonados había que perdonar. Una y otra vez giraban esas palabras en la cabeza de Valeria sin saber que hacer, sin sentir nada más que la lluvia sobre sus rubios cabellos. Valeria tenía una belleza natural, que al recibir la lluvia la acercaban mas a un paraíso natural, a esos que en la edad del internet se llama un mundo sin filtros. Valeria era una mujer sin filtros, sin tapujos, sin medias verdades. Valeria era una fuente de agua natural donde no cabían añadidos ni aditivos.

Recordó aquel día en la cama del Hospital del Mar cuando despertó de su vacío, del llanto de la nada, de la carencia de los sentidos. Aquel día en el que también se planteó la necesaria decisión de volver a la ciudad que la vio nacer y aclarar lo sucedido con su madre, con su maldita sangre, con sus sentimientos podridos teñidos por la traición. El ingrato sabor amargo de lo inesperado, del amor ocre; ese que llena de ácido las entrañas más nauseabundas del abandono. Valeira y sus trenes: por el mar o al aeropuerto. Las mismas dudas. Allí tendida en la cama con la mirada fija en el Puerto; los barcos, las cafeterías y ella sin saber que hacer por fin se atrevió a buscar en su bolso su teléfono apagado desde su salida aquella noche de otoño maldita donde Septiembre se vistió de infierno.

Le temblaban las manos, le habían dicho que estaría hospitalizada un día más, hasta que consiguieran hidratarla bien, por ello de su brazo izquierdo colgaba el tubo del gotero que le estaba proporcionando la hidratación necesaria para seguir su camino, un parche nada más, como esos que cubren las carreteras y que a veces te orientan sobre que carril tomar, no como ocurre con las vías del tren; caminos de hierro que se construyen antes de viajar, es como si fijaran ruta  sin posibilidad de elección, sin poder cambiar de rumbo o tal vez, echarse atrás. El tren te lleva al destino sin opción, sin dar al viajero la capacidad de elección una vez marcado el destino. El tren no te permite cambiar de opinión, tan solo decides antes de iniciar la ruta, luego tan solo queda llegar. Para Valeria todas sus rutas eran de hierro y debía decidir. Aquel día en la cama de hospital, encendió el teléfono con indecisión, sin querer mirar la cantidad de llamadas y mensajes que tendría. No habría de su padre, estaba en la cárcel, se lo había dicho la mujer policía, tal vez pensaban que había intentado matar a su madre cuando había sido ella la que le empujó, sin querer matarla, tan solo hacerle daño; hacerle sentir algo de ese dolor que sentía, que supiera la herida que le había causado a su hija, esa que decía que era su vida, el amor de su existencia y a las primeras de cambio había abandonado por querer sentir otras experiencias, porque su cuerpo supiera lo que era el cuerpo de un hombre que no era el de su padre. Manchar su vida con la semilla envenenada del deseo podrido, de ese que lo único que hace es contaminar y calmar la sed con tristeza. Valeria miraba el teléfono, se estaba conectando y de repente, un pitido, otro y otro. Decenas de mensajes y de llamadas perdidas; tanto como lo estaba ella tumbada sobre las sábanas blancas de ese hospital con vistas al mar.

Entre las llamadas y mensajes destacaba la de las de Elizabeth o Isabel de antes, porque Valeria en sus pensamientos se había empeñado hacerlo en Ingles para mantenerse mas al margen de su anterior vida, de ese mundo al que jamás quería volver. Elisabeth como la llamaba por las calles de Notting Hill, era la socia de su padre cuya insistencia era conocida cuando no se le contestaba a una llamada. Habrían mas de cincuenta llamadas de ésta y multitud de mensajes. Todos eran insistiendo en que regresara, que dijera donde estaba, que su padre estaba en la cárcel acusado de tentativa de homicidio dentro de un proceso de violencia contra la mujer, que su padre estaba siendo acusado de machista, de ser el malo de esa historia cuando tan solo existía la causante y la autora; su madre y ella. Su padre era la víctima y ella estaba consintiendo que fuese mal tratado en los medios de comunicación donde había saltado la noticia en grandes titulares causando estupor en el gremio de la justicia. Mensajes que incluso le informaban del Juzgado que trataba el tema, el procedimiento; esas diligencias que le acusaban; como si Elizabeth le invitara o mas bien le retara a que sin necesidad de hablar con nadie sino quería, compareciera y contara la verdad, que terminara con ese calvario de daño, que pusiera fil al mal que se había apoderado de su horizonte aquella noche del mes de Septiembre, en el que su mundo se subió a un tren sin salida.

Miró el teléfono con lágrimas en los ojos, jadeando mientras pasaba de uno a otro mensaje, donde el denominador común era el mismo; el regreso, la confesión, poner fin a esa prisión de su papa, que si bien no era su peor castigo tampoco lo mejoraba. Imaginaba al pobre libre entre las verjas de la prisión, pero preso en su tristeza, en el desamor; en la pérdida de esa mujer por la que había apostado su vida, por la que le mereció vivir cada dia sin dudas, sin ningún tipo de barreras. Era él para ella en cada amanecer hasta el anochecer.  No conocía a nadie que amara tanto y de forma tan desinteresada como ese hombre a esa mujer, no podría resistirlo, no viviría muy lejos de esa cárcel de la penuria, de la pérdida de su amor. Su padre no estaba preparado para vivir sin su madre, sin su mano, sin sus caricias; sin la ternura del beso de cada día antes de salir a trabajar. Su padre no sería una persona, tal vez una sombra sin marcas, difusa entre la vida y la muerte.

Valeria era un cántaro de lágrimas, como la lluvia de ese otro día, el de Londres paseando por sus calles sin querer subir a casa donde la decisión estaría tomada.

Andando entre charcos se sobrecogió cuando recordó ese impulso que de repente le llevo a arrancarse el gotero del brazo, a ver como un chorro de sangre salto en el lugar donde antes se cubría por esa aguja que regaba la sequedad de su vida. Sin pensarlo se quitó el pijama quedando desnuda en la habitación a la vista de la compañera de cuarto y su acompañante, se puso sus vaqueros, su camiseta, las Adidas; tomo la mochila ante los ojos estupefactos de éstos y salió por la puerta de la habitación del hospital sin mirar atrás, con lo puesto, su vida sin sombrero, pero sobre los rieles de un tren que le llevaría a la ciudad que la vio nacer.

Después de unas tres horas sobre ese camino de hierro del que no pudo salir desde que lo tomo en la Estación de Sants, llegó al punto de partida, eran aproximadamente la una de la tarde, todavía le quedaba tiempo para ir al juzgado. Tomo un taxi en la puerta y le indico que la llevará a éstos. Sin decírselo a nadie, con los datos que le había proporcionado Elizabeth no tuvo ni que preguntar pues era un edificio que conocía bien por las veces que había acompañado a su padre que disfrutaba llevándola a juicios y ponerse todo interesante cuando le daban la palabra delante de su trozo de vida que era Valeria, esa misma muchacha que tomando aire, con dignidad, fortaleza y valentía se acercó al mostrador del Juzgado y dijo: -ya estoy aquí, soy Valeria, la hija de ese gran hombre que tienen en la cárcel, vengo a contar la verdad, el porqué mi mama está en coma, vengo a declarar que yo soy la culpable, que yo empuje a mi madre porque quería matarla sin querer verla muerta. Que yo Valeria soy la única responsable de su coma, de que su vida penda de un hilo. Yo soy Valeria, la que tiene que ir a prisión y vengo hoy aquí a salvar a mi padre que injustamente ha sido tratado. Un padre que jamás se atrevería a poner la mano encima de su madre, de ninguna mujer; ese hombre que sería capaz de perdonar su propia muerte a la mujer que ama, un hombre que ya ha perdonado lo que ella jamás haría. Vengo a declarar que mi vida se ha roto, que el mundo es un lugar donde no quiero vivir, que no estoy dispuesta a consentir esta injusticia y que si es preciso yo misma lo sacaré- Momentos en los que Valeria ni articulaba palabra, tan solo gritaba ante los funcionarios que atónitos la miraban gritar, encanarse en la injusticia y morir de dolor sobre esas dos piernas tan débiles que apenas la sostenían en pie.

Del fondo, tras el mostrador apareció una mujer, la hizo callar en varias ocasiones bajo la excusa de ser la juez como si eso fuese a parar a Valeria, como si le importará una mierda como ella decía en esa época de malas palabras, como si a la juez se la quisiera follar un caballo. Le daba lo mismo el cargo de aquella señora, ella esta allí para rescatar a su padre, a salvarlo de la vida de los hombres aunque condenado por el amor, por ese dolor que no se cura con aspirinas, tan solo con las lágrimas y los suspiros por los besos perdidos en el aire de la tristeza.
Esa señora le invitó a entrar y ordenó a un funcionario a que le tomara declaración. Lo hizo durante prácticamente dos horas, tras la cual su señoría con palabras que ella bien conocía como buena estudiante de Derecho, le informó que en esa misma tarde su padre quedaría en libertad sin fianza con obligación de firmar cada quince días en el juzgado. Que ella quedaba en idéntica situación sin necesidad de comparecencias. Tras lo cual, firmó la declaración y sin mas comentario salió, se colgó su mochila y tomó un taxi en la puerta de los juzgados, no para ir a esperar a su padre, ni para coger un tren a Barcelona; sino rumbo al aeropuerto.

Cada vez llovía más en Londres y Valeria entró en su casa, subió a su cuarto, tan solo se oía a April gemir con su novio, puso cara de desprecio, ella no hacía el amor, maltrataba ese sentimiento como lo había hecho su madre. Sería eso que la gente llamaba follar, lo de tener relación sin amor. Le dio tanto asco, que en lugar de dormir, cargó su mochila y Valeria de nuevo empujada por las emociones salió de la casa sin decírselo a nadie, tomo el metro y en Tottemhan un tren; en esta ocasión el Stansted Express, pero rumbo también a un aeropuerto donde un avión la llevaría de nuevo a la ciudad que la vio nacer.






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