Dicen que la
vida es un viaje de ida y vuelta, Valeria a pesar de su corta edad no sabía muy
bien si su vida se hallaba en la ida o en la vuelta. Tras la noticia del
amanecer de su madre, Valeria sin pensar, empujada por sus instintos y dominada
por las emociones se puso en marcha de nuevo, en Tottenhan esperaba el tan
familiar Stansted Express que la trasladaría al aeropuerto con ese mismo nombre
y allí esperar a tomar el primer vuelo posible hacia la ciudad que le vio
nacer. Como siempre no miró horarios ni disponibilidades, Valeria con su poco
equipaje, esa mochila con lo básico tomo marcha hacia el aeropuerto sin planes,
sino simplemente en busca de satisfacer
los impulsos de su corazón.
Una vez en el
expreso, Valeria coloco su mejilla junto a la ventanilla helada de la que caían
sin parar gotas de lluvia. No recordaba un día de Sol desde que aterrizó en
Londres hacía ya unos cuantos meses, siempre ese lagrimar del cielo como
buscando un cobijo donde dejar tanta tristeza en una ciudad que antes tanto le
apasionó y que ahora no era mas que el lugar de su destierro, allí donde nadie
la podía encontrar y si lo hacía nunca sería bien venido. Ese clima era el compañero ideal para su
estado de penumbra, de una mala nostalgia porque no era de recordar, era mas de
reproche por su vida, por no tener esa que tanto había soñado, o mejor dicho;
esa vida de amor que tanto le habían contado durante la infancia y que realmente
había vivido. Recordaba como en aquella época de felicidad también se
apresuraba a rechazar cualquier pensamiento de miedo, de ese que no te deja
disfrutar pero que es la advertencia natural de que algún día esa vida de
perfección podía acabar. En esa preocupación entraba su padre cuando lo
comentaban durante la comida familiar de los domingos junto al balcón y los
sofás naranjas. Su padre le decía que no se podía vivir con miedo, que el miedo
era el mayor enemigo del amor y ella por supuesto lo creía, y siempre que le
llegaba el temor a su cabeza pensaba en su papa, ese que sufrió unos días de
cárcel por su culpa y con el que apenas había vuelto a hablar desde su llegada
a Londres.
Con el tren en
marcha y el paisaje gris de esa ciudad y su decadente silueta de una economía
industrial en plena decadencia, Valeria en esta vuelta recordó su ida, aquel
día en el que tras declarar en el Juzgado la verdad y conseguir por si sola la
libertad de su padre, de esa forma como de repente sería su vida en la mas
absoluta soledad personal y de palabra, ese día que sin pensar de nuevo tomó un
taxi en la puerta de los Juzgados y en lugar de un tren se le ocurrió ir al aeropuerto y así se lo
indicó al taxista. No sabía donde ir, ni que avión tomar pero si sabía que
tenía que alejarse, no era una huida era tan solo la necesidad de no estar, de
no tener presencia. Mirando por el cristal y sin que sirviera de precedente a
Valeria se le escapó una sonrisa filosófica, de esas que se conjugan con
inteligencia, con el pensamiento menos racional como decía su mamá que se hallaba postrada en la
habitación de un hospital en estado de coma. Era filosófica porque le recordaba
uno de los típicos debates de domingo entre ella y su papá, esa diferencia
importante entre el verbo ser y el verbo estar.
Recordaba como su padre reprochaba la excesiva dimensión que se le había
dado al verbo ser que en su opinión dejaba menos en el alma que el estar,
porque este último significaba presencia, una realidad material frente al ser
que en muchas ocasiones no era mas que el titulo de una canción de verano. Lo
importante es estar presente donde quieras que estés, que se note tu existencia
cariño mío, que se sienta tu vida cerca de la piel a pesar de que la distancia
no acerque mas que kilómetros. Así pensaba su padre y ella por llevarle la
contra debatía con él frente al desespero de su mamá que los tachaba de filósofos
irracionales, conversadores de barra de bar, y se reían, se reían mucho, de esa
risa que es fruto de la complicidad y del amor que permanentemente se regalaban
los tres, en ese mundo de fantasía que la vio crecer.
No recordaba si también
le invadía ese pensamiento cuando iba subida en el taxi camino del aeropuerto
de la ciudad que la vio nacer, pero por la razón que fuera mientras circulaba
el coche por el boulevard rumbo al aeródromo ese taxi paso, no sabe si bien de
camino o por una razón inexplicable, por la mismísimo margen de esa ciudad sanitaria,
ese macro hospital donde en una de sus habitaciones se encontraría su mamá en
estado de coma. Se quedó mirando a ese conjunto de edificios blancos con
grandes letras que anunciaban su nombre, orgulloso de ser un referente
sanitario en aquellos tiempos de crisis de identidad nacional, y de repente,
sin pensarlo dos veces ordeno al taxista que hiciera un cambio de sentido
cuando pudiera ya que se encontraba al otro lado del boulevard y la llevará al
centro sanitario. El taxista con no muy buen gusto pues se perdía una buena
carrera hasta el aeropuerto, como si lo hiciera de mala gana bajo la velocidad
y realizo esas operaciones indicadas lentamente, lo suficiente para hacer
temblar a Valeria, para planear su entrada en ese lugar. La mente de Valeria en
peligro, en situaciones de riesgo era una calculadora de análisis instantáneo
con más megas de ram que cualquier computador con la silueta de una manzana. Lo
planeo todo y ya con ese plan preconcebido llego a su puerta tras un buen rato
gracias a la parsimonia del conductor del taxi.
Valeria se
centró en la raya del horizonte mirando por la ventana del tren regresando a
ella su habitual gesto serio que lucía en esos tiempos. Centrada en esa línea imaginaria
recordó que tras bajar del taxi tuvo que flanquear alguna que otra dificultad.
En primer término no tenía idea de cual era el lugar donde se hallaba su mama y
en segundo lugar tampoco contaba con la seguridad de que no hubiera nadie
conocido, lo que hundiría todos sus planes. Valeria descartó la presencia de su
padre que en otro momento hubiera estado sin moverse de ese lugar, sin pestañear,
sin comer, sin beber; posiblemente sin vivir mirando a su amor, esa mujer de
ojitos achinados, de cabellos rubio ceniza tan propios de su país de origen;
esa personita pequeña y menuda que tanto le había dado y que en un día maldito
le había robado no solo la libertad sino la propia vida. En realidad estaba en
juego la vida, pero no la de su padre sino la de su madre y solo deseaba verla
respirar, al menos se llevaría esa imagen a los nuevos destinos que la
esperaban tras un vuelo y tal vez un tren, el de su vida, el que le haría
perder la juventud y en lugar de madurar, envejecer. Curiosamente esta era otra
de las conversaciones irracionales que mantenía con su padre, la de la madurez.
Para su padre madurar no era mas que un pase vip hacía la muerte, hacia la podredumbre.
El ejemplo típico era el del plátano, y decía, maduro, negro y podrido. Su
padre era de manzanas y de manzanas duras, verdes, recién cogidas del árbol sin
huellas por el paso del tiempo. La madurez era un cuento inventado para que la
sociedad cambiara los caprichos del consumo, para fijar etapas en la vida de
las personas y así proponer diversos modos de vida acordes con las mismas y
evidentemente diferentes deseos de consumo.
Como ocurría
habitualmente, Valeria pasaba de un tema a otro sin centrarse en uno concreto,
sin concentración sino dispersando su mente y sus pensamientos conforme le
llegaban las emociones.
Dejó el taxi y
se dispuso a entrar en ese complejo hospitalario, miró carteles, pregunto en
varias ocasiones y le indicaron que lo hiciera en un punto de información donde
le dirían donde se encontraba su madre y el numero de la habitación. Así lo
hizo, se dirigió a un mostrador y tras decir el nombre de su mama, no sin dejar
rastros de lágrimas que descendía por sus mofletillos, por esa carita virgen a
los avatares de la vida, a la maldad a la pérdida; consiguió articular su nombre
y la persona que la atendió al ver donde se hallaba comprendió bien esa pena,
esa emoción y tristeza que invadían a Valeria, que como siempre, a pesar de las
circunstancia agradeció la información y siguió las instrucciones que le dio esa
mujer para llegar al lugar donde se encontraba su mama. La enfermera o lo que
fuera, le dijo que no estaba en planta sino en una de las UCI del complejo, es
decir en una Unidad de Cuidados Intensivos y que solo se le podía ver en determinados
horarios, justo en apenas diez minutos y que se diera prisa para poder entrar.
Valeria cogió un ascensor, recorrió varios pasillos, cambio varias veces de
edificio y al final por fin llego a un área llamada UCI Neurológica.
Se apreciaba que
era hora de visitas porque ya había gente a la espera. Valeria se quedó al
margen de todas esas personas, se colocó estratégicamente en un pasillo lateral
junto a un letrero que decía acceso restringido, pensando que a la vista del
mismo nadie se acercaría y ella en caso de que algún conocido se acercara
podría desaparecer a la carrera, sin dejar rastro, sin permitir que nadie la
viera.
Según la
información que le dieron apenas cinco minutos y abrirían las puertas y allí
podría ver a su mama. El cuerpo le iba a estallar de lo que le temblaba todo,
sin olvidar que hacía escasas horas que ella también se encontraba en un
hospital, que la noche anterior la había pasado en la cama de una de las
habitaciones del Hospital del Mar de Barcelona, parecía que había sido otro día
y sin embargo unas cuantas horas nada más desde entonces, y tantas cosas habían
pasado. El tren, el Juzgado, el taxi ahora el hospital y sobre todo su madre. De
pronto todos los familiares que esperaban se acercaron a un señor que circulaba
con bata blanca y que se presentaba cómo
doctor de intensivos e informaba tras nombrar al enfermo del estado del
paciente que se hallaba en la UCI tras dar una serie de directrices del
comportamiento dentro de esa unidad médica. Valeria no se acercó, escucho los
consejos desde lo lejos, no quería arriesgarse a que llegara alguien de repente
y tuviera que dar explicaciones. Valeria no quería hablar con nadie, solo quería
ser presencia sin necesidad de ser nadie, tan solo estar en silencio y sin
palabras. El doctor se le acercó y le pregunto si venia de visita, Valeria
apenas pudo articular palabra pero movió la cabeza de arriba abajo. Le pregunto
el nombre de la enferma y Valeria inmersa en una especie de espasmos, entre
suspiros y sollozos consiguió que se le entendiera el apellido de su madre
porque el nombre no pudo llegar a los odios del médico. Este tras averiguar
quien era, cambió de expresión la miró a los ojos encharcados de lágrimas, le
pregunto si era su hija y Valeria lo afirmó.
El médico tras tomar varias veces aire y hacer un intento de coger su
mano, que Valeria retiró bruscamente, le dijo que a pesar de que estuviera en
coma era positivo que le hablara, que la acariciara para despertar sus
sentidos, para hacer sentir la presencia
de nuevo de su hija. Valeria de nuevo afirmó con la cabeza y su rostro llenó de
lágrimas, mientras el doctor le daba una palmadita leve en su hombro
retirándose ante el estado emocional de Valeria y su necesario espacio para la
intimidad.
La puerta de la
Unidad de Intensivos se abrió y todos entraron poco a poco sin hacer ruido,
parecía mas que un momento de visita la
procesión del silencio. Sin ruidos, sin saludos, sin nada más que el caminar
hacia la cama de su familiar. Valeria cogida de sus propias manos, se acercó a
la cama donde una enfermera le indicó
amablemente que se encontraba su madre. El rostro de ella no era más que un
baño de lágrimas silenciosas cuando vio aquella cara redondita con los ojos
cerrados, el pelo recogido y todo lleno de cables, monitores y sus manecitas
apoyadas cada una a un extremo de la cama. Valeria desfallecía, necesitó
apoyarse en esa cama, sobre su mamá para evitar la caída, para no hundirse de
repente ante todos y perder esos escasos minutos que estaría con la persona que
mas quería en esta vida. Era su madre, pero también su amiga, su confidente, su
compañera de cada día; su madre lo había sido todo pero ahora no podía evitar
el reproche, la traición, el abandono mas profundo en el que se encontraba
ella.
Valeria tomo
aire para intentar hacer una de las indicaciones del médico. Acercó su mano a
la mano muerta de su madre pero con calor, la temperatura de siempre, sus
dedos, sus callosidades; la de la vida, las del trabajo para ella, para Valeria
porque toda su familia, toda estaba dedicada a Valeria y sin embargo allí se
encontraba ante su madre en coma y su padre saliendo de la cárcel. Ese mundo le
era desconocido, no sabía vivirlo y las lágrimas sus dueñas y señoras. Como
pudo acarició su mano derecha, poco a poco se fue echando hacia ella hasta
rozar su mejilla, esos mofletes que como ella dominaban su rostro. Se fue
acercando hasta alcanzarla con sus secos labios y desprender un beso en su
rostro, en el de su madre. De repente, entre un espasmo y otro, de entre sus
sollozos Valeria reconoció una voz que se aproximaba. Se retiró de golpe de esa
cama, se alejó escondiéndose entre un biombo que separaba a un enfermo de otro
y se adentró en el de otro que no tenía visita. En silencio escucho los pasos
de varias personas que les acompañaba ese mismo doctor. Reconoció la voz de
inmediato cuando estaba ya al borde de la cama, era la de su abuela paterna
junto con otras personas y ese médico que le informaba que su hija, es decir su
nieta, se encontraba en la sala. Su abuela sin respetar el silencio empezó a
llamarla por su nombre entre gritos y desespero. Su abuelita con su hijo en la
cárcel, su nuera en coma y su nieta huida.
Valeria sabía
que era de las personas que más estarían sufriendo, pero ésta sacando fuerza de flaqueza, como un huracán
salió de entre ese biombo, ni miró empujo al doctor, tal vez también a su
abuela y salió corriendo por la puerta, de nuevo sin mirar atrás, con lo justo,
con ella y sus pocas pertenencias, lo necesario para tapar su cuerpo desnudo y
poder respirar de su marginalidad. Así lo recordaba en el tren con destino al
aeropuerto, sin huidas; como un paso adelante para seguir en su mundo, aunque
fuese sin palabras, sin pensamientos ni penas, tan solo seguir en esa vida
inventada pero no soñada. Valeria lloraba en el tren recordando su carrera por
las escaleras, su abuela gritando su nombre y varias enfermeras tras ella.
Valeria no podía dejarse atrapar, Valeria debía seguir su ritmo pero cada vez le
parecía que iba mas lenta aunque no conseguían atraparla. En el tren llegó a
desesperar, a saltar nerviosa de su asiento y ser objeto de miradas de otros
pasajeros. Valeria alcanzó la puerta, corrió por la calle, paro un taxi y le
indicó que saliera rápido que la llevara al aeropuerto con su mochila, pero sin destino.
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