domingo, 28 de mayo de 2017

VALERIA Y EL TREN -CAP. VI- VALERIA UN VIAJE DE IDA Y VUELTA



Dicen que la vida es un viaje de ida y vuelta, Valeria a pesar de su corta edad no sabía muy bien si su vida se hallaba en la ida o en la vuelta. Tras la noticia del amanecer de su madre, Valeria sin pensar, empujada por sus instintos y dominada por las emociones se puso en marcha de nuevo, en Tottenhan esperaba el tan familiar Stansted Express que la trasladaría al aeropuerto con ese mismo nombre y allí esperar a tomar el primer vuelo posible hacia la ciudad que le vio nacer. Como siempre no miró horarios ni disponibilidades, Valeria con su poco equipaje, esa mochila con lo básico tomo marcha hacia el aeropuerto sin planes, sino simplemente en busca de  satisfacer los impulsos de su corazón.

Una vez en el expreso, Valeria coloco su mejilla junto a la ventanilla helada de la que caían sin parar gotas de lluvia. No recordaba un día de Sol desde que aterrizó en Londres hacía ya unos cuantos meses, siempre ese lagrimar del cielo como buscando un cobijo donde dejar tanta tristeza en una ciudad que antes tanto le apasionó y que ahora no era mas que el lugar de su destierro, allí donde nadie la podía encontrar y si lo hacía nunca sería bien venido.  Ese clima era el compañero ideal para su estado de penumbra, de una mala nostalgia porque no era de recordar, era mas de reproche por su vida, por no tener esa que tanto había soñado, o mejor dicho; esa vida de amor que tanto le habían contado durante la infancia y que realmente había vivido. Recordaba como en aquella época de felicidad también se apresuraba a rechazar cualquier pensamiento de miedo, de ese que no te deja disfrutar pero que es la advertencia natural de que algún día esa vida de perfección podía acabar. En esa preocupación entraba su padre cuando lo comentaban durante la comida familiar de los domingos junto al balcón y los sofás naranjas. Su padre le decía que no se podía vivir con miedo, que el miedo era el mayor enemigo del amor y ella por supuesto lo creía, y siempre que le llegaba el temor a su cabeza pensaba en su papa, ese que sufrió unos días de cárcel por su culpa y con el que apenas había vuelto a hablar desde su llegada a Londres.

Con el tren en marcha y el paisaje gris de esa ciudad y su decadente silueta de una economía industrial en plena decadencia, Valeria en esta vuelta recordó su ida, aquel día en el que tras declarar en el Juzgado la verdad y conseguir por si sola la libertad de su padre, de esa forma como de repente sería su vida en la mas absoluta soledad personal y de palabra, ese día que sin pensar de nuevo tomó un taxi en la puerta de los Juzgados y en lugar de un tren  se le ocurrió ir al aeropuerto y así se lo indicó al taxista. No sabía donde ir, ni que avión tomar pero si sabía que tenía que alejarse, no era una huida era tan solo la necesidad de no estar, de no tener presencia. Mirando por el cristal y sin que sirviera de precedente a Valeria se le escapó una sonrisa filosófica, de esas que se conjugan con inteligencia, con el pensamiento menos racional como  decía su mamá que se hallaba postrada en la habitación de un hospital en estado de coma. Era filosófica porque le recordaba uno de los típicos debates de domingo entre ella y su papá, esa diferencia importante entre el verbo ser y el verbo estar.  Recordaba como su padre reprochaba la excesiva dimensión que se le había dado al verbo ser que en su opinión dejaba menos en el alma que el estar, porque este último significaba presencia, una realidad material frente al ser que en muchas ocasiones no era mas que el titulo de una canción de verano. Lo importante es estar presente donde quieras que estés, que se note tu existencia cariño mío, que se sienta tu vida cerca de la piel a pesar de que la distancia no acerque mas que kilómetros. Así pensaba su padre y ella por llevarle la contra debatía con él frente al desespero de su mamá que los tachaba de filósofos irracionales, conversadores de barra de bar, y se reían, se reían mucho, de esa risa que es fruto de la complicidad y del amor que permanentemente se regalaban los tres, en ese mundo de fantasía que la vio crecer.

No recordaba si también le invadía ese pensamiento cuando iba subida en el taxi camino del aeropuerto de la ciudad que la vio nacer, pero por la razón que fuera mientras circulaba el coche por el boulevard rumbo al aeródromo ese taxi paso, no sabe si bien de camino o por una razón inexplicable, por  la mismísimo margen de esa ciudad sanitaria, ese macro hospital donde en una de sus habitaciones se encontraría su mamá en estado de coma. Se quedó mirando a ese conjunto de edificios blancos con grandes letras que anunciaban su nombre, orgulloso de ser un referente sanitario en aquellos tiempos de crisis de identidad nacional, y de repente, sin pensarlo dos veces ordeno al taxista que hiciera un cambio de sentido cuando pudiera ya que se encontraba al otro lado del boulevard y la llevará al centro sanitario. El taxista con no muy buen gusto pues se perdía una buena carrera hasta el aeropuerto, como si lo hiciera de mala gana bajo la velocidad y realizo esas operaciones indicadas lentamente, lo suficiente para hacer temblar a Valeria, para planear su entrada en ese lugar. La mente de Valeria en peligro, en situaciones de riesgo era una calculadora de análisis instantáneo con más megas de ram que cualquier computador con la silueta de una manzana. Lo planeo todo y ya con ese plan preconcebido llego a su puerta tras un buen rato gracias a la parsimonia del conductor del taxi.

Valeria se centró en la raya del horizonte mirando por la ventana del tren regresando a ella su habitual gesto serio que lucía en esos tiempos. Centrada en esa línea imaginaria recordó que tras bajar del taxi tuvo que flanquear alguna que otra dificultad. En primer término no tenía idea de cual era el lugar donde se hallaba su mama y en segundo lugar tampoco contaba con la seguridad de que no hubiera nadie conocido, lo que hundiría todos sus planes. Valeria descartó la presencia de su padre que en otro momento hubiera estado sin moverse de ese lugar, sin pestañear, sin comer, sin beber; posiblemente sin vivir mirando a su amor, esa mujer de ojitos achinados, de cabellos rubio ceniza tan propios de su país de origen; esa personita pequeña y menuda que tanto le había dado y que en un día maldito le había robado no solo la libertad sino la propia vida. En realidad estaba en juego la vida, pero no la de su padre sino la de su madre y solo deseaba verla respirar, al menos se llevaría esa imagen a los nuevos destinos que la esperaban tras un vuelo y tal vez un tren, el de su vida, el que le haría perder la juventud y en lugar de madurar, envejecer. Curiosamente esta era otra de las conversaciones irracionales que mantenía con su padre, la de la madurez. Para su padre madurar no era mas que un pase vip hacía la muerte, hacia la podredumbre. El ejemplo típico era el del plátano, y decía, maduro, negro y podrido. Su padre era de manzanas y de manzanas duras, verdes, recién cogidas del árbol sin huellas por el paso del tiempo. La madurez era un cuento inventado para que la sociedad cambiara los caprichos del consumo, para fijar etapas en la vida de las personas y así proponer diversos modos de vida acordes con las mismas y evidentemente diferentes deseos de consumo.

Como ocurría habitualmente, Valeria pasaba de un tema a otro sin centrarse en uno concreto, sin concentración sino dispersando su mente y sus pensamientos conforme le llegaban las emociones.

Dejó el taxi y se dispuso a entrar en ese complejo hospitalario, miró carteles, pregunto en varias ocasiones y le indicaron que lo hiciera en un punto de información donde le dirían donde se encontraba su madre y el numero de la habitación. Así lo hizo, se dirigió a un mostrador y tras decir el nombre de su mama, no sin dejar rastros de lágrimas que descendía por sus mofletillos, por esa carita virgen a los avatares de la vida, a la maldad a la pérdida; consiguió articular su nombre y la persona que la atendió al ver donde se hallaba comprendió bien esa pena, esa emoción y tristeza que invadían a Valeria, que como siempre, a pesar de las circunstancia agradeció la información y siguió las instrucciones que le dio esa mujer para llegar al lugar donde se encontraba su mama. La enfermera o lo que fuera, le dijo que no estaba en planta sino en una de las UCI del complejo, es decir en una Unidad de Cuidados Intensivos y que solo se le podía ver en determinados horarios, justo en apenas diez minutos y que se diera prisa para poder entrar. Valeria cogió un ascensor, recorrió varios pasillos, cambio varias veces de edificio y al final por fin llego a un área llamada UCI Neurológica.

Se apreciaba que era hora de visitas porque ya había gente a la espera. Valeria se quedó al margen de todas esas personas, se colocó estratégicamente en un pasillo lateral junto a un letrero que decía acceso restringido, pensando que a la vista del mismo nadie se acercaría y ella en caso de que algún conocido se acercara podría desaparecer a la carrera, sin dejar rastro, sin permitir que nadie la viera.

Según la información que le dieron apenas cinco minutos y abrirían las puertas y allí podría ver a su mama. El cuerpo le iba a estallar de lo que le temblaba todo, sin olvidar que hacía escasas horas que ella también se encontraba en un hospital, que la noche anterior la había pasado en la cama de una de las habitaciones del Hospital del Mar de Barcelona, parecía que había sido otro día y sin embargo unas cuantas horas nada más desde entonces, y tantas cosas habían pasado. El tren, el Juzgado, el taxi  ahora el hospital y sobre todo su madre. De pronto todos los familiares que esperaban se acercaron a un señor que circulaba con bata blanca y que se presentaba cómo  doctor de intensivos e informaba tras nombrar al enfermo del estado del paciente que se hallaba en la UCI tras dar una serie de directrices del comportamiento dentro de esa unidad médica. Valeria no se acercó, escucho los consejos desde lo lejos, no quería arriesgarse a que llegara alguien de repente y tuviera que dar explicaciones. Valeria no quería hablar con nadie, solo quería ser presencia sin necesidad de ser nadie, tan solo estar en silencio y sin palabras. El doctor se le acercó y le pregunto si venia de visita, Valeria apenas pudo articular palabra pero movió la cabeza de arriba abajo. Le pregunto el nombre de la enferma y Valeria inmersa en una especie de espasmos, entre suspiros y sollozos consiguió que se le entendiera el apellido de su madre porque el nombre no pudo llegar a los odios del médico. Este tras averiguar quien era, cambió de expresión la miró a los ojos encharcados de lágrimas, le pregunto si era su hija y Valeria lo afirmó.  El médico tras tomar varias veces aire y hacer un intento de coger su mano, que Valeria retiró bruscamente, le dijo que a pesar de que estuviera en coma era positivo que le hablara, que la acariciara para despertar sus sentidos, para  hacer sentir la presencia de nuevo de su hija. Valeria de nuevo afirmó con la cabeza y su rostro llenó de lágrimas, mientras el doctor le daba una palmadita leve en su hombro retirándose ante el estado emocional de Valeria y su necesario espacio para la intimidad.
La puerta de la Unidad de Intensivos se abrió y todos entraron poco a poco sin hacer ruido, parecía mas que un momento de visita  la procesión del silencio. Sin ruidos, sin saludos, sin nada más que el caminar hacia la cama de su familiar. Valeria cogida de sus propias manos, se acercó a la cama  donde una enfermera le indicó amablemente que se encontraba su madre. El rostro de ella no era más que un baño de lágrimas silenciosas cuando vio aquella cara redondita con los ojos cerrados, el pelo recogido y todo lleno de cables, monitores y sus manecitas apoyadas cada una a un extremo de la cama. Valeria desfallecía, necesitó apoyarse en esa cama, sobre su mamá para evitar la caída, para no hundirse de repente ante todos y perder esos escasos minutos que estaría con la persona que mas quería en esta vida. Era su madre, pero también su amiga, su confidente, su compañera de cada día; su madre lo había sido todo pero ahora no podía evitar el reproche, la traición, el abandono mas profundo en el que se encontraba ella.

Valeria tomo aire para intentar hacer una de las indicaciones del médico. Acercó su mano a la mano muerta de su madre pero con calor, la temperatura de siempre, sus dedos, sus callosidades; la de la vida, las del trabajo para ella, para Valeria porque toda su familia, toda estaba dedicada a Valeria y sin embargo allí se encontraba ante su madre en coma y su padre saliendo de la cárcel. Ese mundo le era desconocido, no sabía vivirlo y las lágrimas sus dueñas y señoras. Como pudo acarició su mano derecha, poco a poco se fue echando hacia ella hasta rozar su mejilla, esos mofletes que como ella dominaban su rostro. Se fue acercando hasta alcanzarla con sus secos labios y desprender un beso en su rostro, en el de su madre. De repente, entre un espasmo y otro, de entre sus sollozos Valeria reconoció una voz que se aproximaba. Se retiró de golpe de esa cama, se alejó escondiéndose entre un biombo que separaba a un enfermo de otro y se adentró en el de otro que no tenía visita. En silencio escucho los pasos de varias personas que les acompañaba ese mismo doctor. Reconoció la voz de inmediato cuando estaba ya al borde de la cama, era la de su abuela paterna junto con otras personas y ese médico que le informaba que su hija, es decir su nieta, se encontraba en la sala. Su abuela sin respetar el silencio empezó a llamarla por su nombre entre gritos y desespero. Su abuelita con su hijo en la cárcel, su nuera en coma y su nieta huida.

Valeria sabía que era de las personas que más estarían sufriendo,  pero ésta sacando fuerza de flaqueza, como un huracán salió de entre ese biombo, ni miró empujo al doctor, tal vez también a su abuela y salió corriendo por la puerta, de nuevo sin mirar atrás, con lo justo, con ella y sus pocas pertenencias, lo necesario para tapar su cuerpo desnudo y poder respirar de su marginalidad. Así lo recordaba en el tren con destino al aeropuerto, sin huidas; como un paso adelante para seguir en su mundo, aunque fuese sin palabras, sin pensamientos ni penas, tan solo seguir en esa vida inventada pero no soñada. Valeria lloraba en el tren recordando su carrera por las escaleras, su abuela gritando su nombre y varias enfermeras tras ella. Valeria no podía dejarse atrapar, Valeria debía seguir su ritmo pero cada vez le parecía que iba mas lenta aunque no conseguían atraparla. En el tren llegó a desesperar, a saltar nerviosa de su asiento y ser objeto de miradas de otros pasajeros. Valeria alcanzó la puerta, corrió por la calle, paro un taxi y le indicó que saliera rápido que la llevara  al aeropuerto con  su mochila, pero sin destino.




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