En silencio
Valeria llegaba una vez más a esa estación londinense de Tottenham bajando del
tren como lo hacía últimamente, sin mirar al frente, siguiendo tan solo sus
pasos, uno tras de otro; sin apenas puntos donde detenerse. Valeria no camina
por el mundo tan solo andaba de un sitio a otro huyendo de la vida, de esa que
no quería para ella y que se le arrebato una noche de otoño, de una estación
que no consiguió ver acabar.
Bajó del tren y cogida
de su mano sin separarse de si misma caminó saliendo de la zona de los andenes
donde tiene su llegada el Stanted Express. Sin correr pero a paso rápido se
dirigió al metro, descendiendo a las entrañas de la ciudad por túneles y
pasillos, de lo que a ella le gustaría fuese un camino sin final. A muchos
metros de profundidad se sentía cómoda, aislada, ajena a la realidad e inmersa
en la suya, en esa donde nunca sale el Sol y donde la rabia la domina y devora tanto
amor como cultivo en otros años su corazón. Valeria estaba consumida, apenas
pesaba cuarenta y pocos kilos, su piel se había apoderado de su rostro en su época
redondito y suave como lo era el de su mamá. Tan parecida a ella, tan amigas
antaño; tan alejadas y extrañas en el presente. Lejos del amor Valeria no sabía
ni caminar.
Bajó en la
estación de Notting Hill y camino durante al menos unos quince minutos, lo hizo
lento, sin precipitarse. A Valeria no le apetecía llegar a esa casa que
compartía con cinco chicas mas, todas de su edad aproximadamente. Tan solo
mantenía relación algo mas que del saludo con su compañera de cuarto en el piso
de arriba de la casa. Se trataba de April una chica danesa con la que charlaba
en alguna ocasión, meramente cruces de palabras de la vida doméstica, porque
Valeria no hablaba con nadie. Casi todos ya sabían algo de su situación y
aunque sin ser conscientes de lo que a ella le trascendía, todos respetaban su
silencio, no sentían pena por ella porque la admiraban. Dentro de su tristeza y
su actual delgadez exagerada, Valeria conservaba una belleza distinguida, fina
y elegante en las formas y una grandísima austeridad en su forma de vestir, en
sus necesidades y deseos. Como ella decía cuando se le increpaba, cuando acabas
con los deseos consigues la libertad. Esa forma de pensar la llevaba a los
extremos más lejanos. A todos le llamaba la atención el contenido de su
armario. Este se limitaba a siete camisetas blancas de manga corta de algodón blanco,
cuatro jeans del mismo modelo, tres jerséis de lana gordos, un anorac de plumas
y un abrigo con capucha. Su calzado se componía de tres pares de zapatillas
Adidas blancas. Todo ello se complementaba con el uniforme de trabajo que usaba
exclusivamente en el restaurante, calcetines y ropa interior de lo mas básico;
siete sujetadores y siete braguitas blancas de algodón. Todo ese era su mundo
de propiedades al que solo se lo podía añadir un ordenador portátil que últimamente
no usaba y un teléfono móvil que empleaba de despertador y de reloj porque
carecía de otro instrumento para saber la hora. Ese era el mundo de Valeria y
su silencio, su mundo sin palabras, su vida con lágrimas en los ojos, sin
ideas, sin pensamiento, sin opinión. Valeria no hablaba, tampoco callaba porque
todo lo que tenía que decir, lo transmitía con su potente mirada.
No pensaba estar
mucho tiempo en esa bonita casa de la que Valeria no daba importancia. Entraba
a trabajar en un par de horas en “El Santander”, restaurante en el mismo centro
de Londres en el llamado barrio del Soho junto al barrio Chino. Distrito
repleto de restaurantes, de locales de copas, de pubs; el lugar mas propicio
para pasarlo bien en esa ciudad que a veces era tan solo una diversión a la
hora del pub, sobre las siete de la tarde cuando las oficinas del centro
cierran y todos salen como ratas a tomarse sus pintas y a vomitar sus miserias
en los concurridos pubs de esa decadente pero atractiva ciudad.
“El Santander”
era un restaurante muy cotizado pues pertenecía a un conocido chef con estrella
Michelin. Su fama se encontraba en ofrecer una cocina típica española con notas
muy creativas y originales de Nacho el conocido chef. Todo lo que pasaba por
sus manos lo convertía en oro porque en definitiva como ocurre con todas las
cosas en este mundo, una vez que ganas la gloria social, ya todo llega de la
mano, sin pensar; de éxito en éxito o en su adverso de fracaso en fracaso. Para
Nacho todo eran éxitos y reconocimientos desde que obtuvo esa preciada
distinción del fabricante francés de ruedas.
Valeria
trabajaba en la cocina preparando alimentos antes de su elaboración, es decir:
cortando y picando, aunque en el proyecto de Tania la metre y encargada de la
sala, tenía puestas sus esperanzas en que atendiera a clientes. Le tenía mucho
aprecio, quería a Valeria y tal vez la protegía, pues no en vano fue la persona
que le dio el trabajo después de aquellos días que apenas podía recordar y
menos aún al día de hoy contar. Tania era una amiga de su padre que la había
conocido en el restaurante próximo a su oficina donde comía a diario y que como
consecuencia de la apertura de ese restaurante fue a trabajar a Londres. El
padre de Valeria le suplico ayuda para su hija en aquellos días en los que
Valeria no existía, en esos en los que Valeria dejo de vivir y se prometió en
matrimonio con la muerte.
Tania tampoco
hablaba a Valeria, nada más que para darle órdenes e instrucciones de trabajo.
Así lo hacían todos, no solo por respeto a sus deseos de limitar las
comunicaciones, sino porque le tenían cierto temor a las reacciones de Valeria
al tener constancia de alguna reacción desagradable de la misma.
Valeria odiaba
todas esas vanidades que rodeaban al restaurante. Se reía cínicamente cuando
veía como se cocinaban algunos productos con margarina y lo presentaban como
típico español. Vio como unos calamares a los que llamaban crujientes con una
emulsión extraña, los pasaban a la freiduría con margarina y que ese sabor raro
lo identificaran con alguna creación maestra de Nacho el chef. Pero ni opinaba
ni levantaba la mirada, tan solo le daba asco todo lo que rodeaba a la fabricación
de comida cuando de lo único que se trataba era de alimentos. En su día lo
hubiera criticado e incluso lo habría escrito en su blog, ese que se había
hecho con cierta fama llamado “Valerinas”, es decir, las manías y cosas de
Valeria. Blog que tenía olvidado, apartado de su vida en silencio, donde no
cabía ni la palabra escrita en ese momento.
Saludo a April
que se encontraba estudiando en su cuarto, entro al suyo el tiempo justo para
dejar su mochila, sacar la ropa sucia, quitarse la ropa, coger una toalla y
pasar al cuarto de baño común para las dos habitaciones del piso superior, es
decir, para ella y April y a veces, para alguna de las otras compañeras cuando
el baño de abajo se encontraba ocupado y entraba una urgencia. Se dio la ducha
y de nuevo; pero limpio se vistió como llegó, camiseta blanca, jeans lavados,
zapatillas Adidas blancas y el anorac porque siempre era posible que callera
alguna gota de lluvia en esa ciudad habitualmente mojada por las nubes y por
las lágrimas de tanto ser perdido entre sus calles, huidos de las injusticias o
tal vez buscadores de felicidades soñadas.
Y otra vez en el
tren, aunque fuese el metro hasta el Soho, era un tren que circulaba por las
tripas de la ciudad. La vida de Valeria se movía entre túneles y caminos de
hierro. Momentos sublimes donde aprovechaba su soledad ante la jauría humana,
para pensar, recordar y muchas veces para llorar. Aquel día recién llegada de
su amada ciudad de nacimiento, fue para llorar. No había visto a su madre en
ese viaje, no estaba aún preparada, no conseguía quitarse de su cabeza los
sucesos de aquel día de septiembre. Apenas vio a su padre, escasos vente
minutos para oir sus súplicas sin que él se llevara contestación por su parte.
Valeria no hablaba y a eso ya se iban acostumbrando. Ese viaje fue para
tramitar documentación que le era necesaria y poco más. Fueron unas escasas
setenta horas las que estuvo allí y a fin de no rozarse con nadie, las paso en
casa de su abuela paterna que le permitía estar sin existir, sin dar señales de
más vida que la de respirar. Su abuela no era culpable de nada, es más; sufría
las consecuencias como ella y a diferencia de muchos otros entendía su penuria,
su dolor. Su abuela lloraba y eso le acompañaba a ella. Prefería las lágrimas a
las risas. Era muy triste pero así Valeria podía pasar la página de los días,
pero no el libro, ese con el que le había tocado vivir para el resto de sus
días.
Esa gente que
por las mañanas dormitaba en el metro, a la hora de la tarde ya despiertas,
estaban atentas a todo y sus miradas se fijaron en Valeria, en esos lagrimones
que partían de sus ojos con destino desconocido, perdidos en nostalgias, culpas
y reproches. No era odio, era terror, fraude, decepción; abandono. Valeria se
sentía tirada, como ese perro en la gasolinera. No sentía amor por ninguna
parte. Esa persona que se sentía afortunada por el amor en aquellas reflexiones
en su primer día de universidad, ahora se sentía despreciada, apartada del
mundo y ajena a sus movimientos.
Se puso a llorar
y todos la miraban, pero Valeria que se había marginado de la mismísima
realidad no percibía tal atención; no era consciente de que la pena había
invadido a aquel vagón de metro, de sus gentes; de aquellos que ahora no
pensaban en sus miserias sino en la lástima de Valeria. A la mayoría seguro que le daba pena aquella
chica de grandes ojos y sus lágrimas, otros por el contrario se consolarían
pensado que ellos no eran solamente los desgraciados, que incluso las guapas
lloraban, aunque es cierto que aquel no era el mejor momento de Valeria, sino
que era su tránsito del todo a la nada, de la felicidad a las ganas de no
estar, de ser invisible incluso para si misma.
Valeria ajena a
los murmullos, a las miradas de los pasajeros del metro, siguió en su mundo del
tren; no podía quitar de su pensamiento la cara de su madre aquel día tirada en
el suelo, sin apenas poder respirar. No podía retirar de su mente ese momento
en el que bajo un ataque de locura su mano se empotro en plena cara de su mama,
en esa que tan solo había conocido por los besos que le daba. Valeria no podía respirar,
tan solo recordaba el terror de su madre tumbada en el suelo, los gritos de su
padre, las batas blancas, las carreras, las sirenas en la calle. Valeria no podía
soportar esas imágenes y su locura, su fuga, su carrera a la nada. Valeria no quería
vivir en ese momento, necesitaba que el tren parara, quería bajar y arrancar de
su cabeza la cara de su madre tumbada en el suelo junto con un charco de
sangre.
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