Me ayudaste a
juntar letras para formar palabras, a sentir las teclas conforme parpadeabas. Me
enseñaste a respirar, a percibir el aroma de la primavera. Responsable de que
me gustara el mundo, amar cada instante en mi piel como si siempre fuese tarde,
como si no quedase tiempo para verlo llegar. Hiciste que tu intensidad, que la
profundidad del azul de tus ojos saltare sobre mi existencia y conseguiste que
tu fragancia se convirtiera en la piedra angular de mis mañanas.
Me ayudaste a
conjugar los verbos, a jugar con el tiempo y a unir cada momento de cada
instante. Me enseñaste a sonreir, que es tu mayor certeza, a compartir la vida
y a saber vivirla. A entender que los problemas no son tanto si se ven cogidos
de la mano, mirándonos a través del cristal de las perezas, de esos momentos
tan torpes entre sábanas los domingos de madrugada.
Me ayudaste a
entender la vida, a tener la fantasía de vivirla; a decir basta cuando ya no
cabe más y pedir agua cuando la que deseo es la del mar. Tu culpable de mis
alegrías y fiel amiga de mis lágrimas; compañera, sombra cuando el sol castiga
y cobijo cuando las nubes sueltan la pena de la mañana.
Tú me ayudaste a
hacer un ovillo con lo que teníamos, a tejer encajes y hacer reparos allá donde
siempre caía. Supiste sacar todo lo bueno que hay en mi y también olvidarte de
lo malo. Conseguiste sobrevivir conmigo cuando nos faltaba hasta lo básico,
cuando no teníamos mas que nuestras ganas de mirarnos. De saber la falta que
nos hacíamos y entender que la vida por mucho que me empeñe no es de uno, sino
que al menos es de dos; la tuya y la de ese que te sigue, que te consiente, que
se arriesga por ti en uno y mil infiernos para ayudarte con su presencia, a
subir al cielo o tal vez a mantenerse sereno y en paz, de mis euforias y
locuras. Tal vez eso, si eso sea verdad, posiblemente porque nunca supiste la
dimensión de mi amor, la causa de esa pérdida del juicio. Nunca llegaste a calibrar
que si tú me ayudaste a caminar, yo te enseñé a bailar, a conocer esa otra vida
que no es más que la de las ilusiones, la que te enseñan los sueños; esa vida
en la que siempre somos tú y yo.
Yo te ayudé a
ser mujer, a enfrentarte a la vida sin mí, a calzar zapatos de mayor, de esos
con alza y tacón. Yo te mostré mi mundo para que lo hicieras tuyo y
construyeras otro para los dos; pero te fuiste antes de que llegará mi hora,
antes de que tú y yo pudiéramos ser los dos. Me dejaste a mitad de camino, sin
rumbo y sin sentido; sin saber que sin ti no se vivir, tal vez porque no
quiera, o porque no me enseñaste hacerlo, porque busco esos ojos que encubren
mis delitos y también mis faltas.
Yo por sí solo
no soy nadie, necesito tus dedos que me lleven a ti con un abrazo, como cada
noche desde ese día de Verano, o de Otoño, o de no sé que estación, porque los días
pasan y tus besos siguen siendo cómplices de cada una de mis palabras.
Gracias por
estar…
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