Tal vez fue un error
tomar un masaje en la noche de Halloween, pero se encontraba algo dolorido y
con fuertes contracturas en la espalda, no pensó que la ciudad estuviera llena
de catrinas, muertos vivientes, payasos diabólicos ni de otras tantas criaturas
infernales. Era una fiesta que no acababa muy bien de entender y por eso no
llegó a valorar el colapso de tráfico que se encontraría en la ciudad. Había
reservado para las 17 horas y siempre le gustaba llegar con un poco de
antelación. Pitidos, frenazos, palabrotas; de todo encontró en ese trayecto
menos el relax esperado con el masaje, aunque no estaba lejos y le esperaban
las manos de Ester, ya conocidas y mágicas cuando recorrían su piel y se dejaba
llevar por cada uno de sus músculos entumecidos.
Al fin llegó a
las proximidades del establecimiento pero no encontraba aparcamiento. Veinte
minutos y la cita y aún en el vehículo. Mal decía, la relajación al parecer se
iba hacer esperar, pero de nuevo recordó las manos Ester y su sonrisa volvió a circular por su rostro. Una vuelta
más, quince minutos y la cita, los nervios y la decisión; el parking que aunque
no le gustaba nada, no había otra solución en aquella tarde de tráfico
infernal. Llegó al más próximo y al final consiguió aparcar susto tras susto,
en cada curva, con cada columna; odiaba los aparcamientos subterráneos y tan
solo la idea de las manos de Ester fue superior a su terror por aquellos
laberintos de pilares y de coches envejecidos por la falta de sol.
Bien aparcado,
faltaban diez minutos, tiempo suficiente ya que solo tenía que cruzar la calle
para someterse a esas manos que le hacían trasladarse de la realidad a los
sueños. Del mundo de la imágenes, olores, sabores y sonidos; al de las
sensaciones, al de los sentidos más allá de lo razonable y tal vez de lo
humanamente comprensible.
Llamó a la
puerta como siempre, unos segundos eternos hasta que Marian pulsaba el botón automático
y ese sonido que le invitaba a empujar.
Entrar ya era una experiencia, música new age, olor a sándalo, incienso y
pachuli. El paraíso tras una puerta de cristal y al otro lado las manos de
Ester y la sonrisa de Marian la recepcionista y encargada del local.
Nada más entrar
ya tuvo sensaciones diferentes. Varias personas esperando y no era normal. La
recepcionista era otra, no encontró la cara amable de Marian, sino una chica
siniestra, con el pelo sucio, mal color de cara; todo muy extraño, pero en fin
era un lunes de puente y la gente parecía diferente. La chica del mostrador le
miró, y el como siempre dijo que tenía cita a las 17 horas, la chica insistió y
le saludo muy amable por su nombre. Se sorprendió al recibir una sonrisa de
aquella mujer y por eso no cambió su cara de póker. Ella insistió y se
descubrió, era Marian, mal vestida y mal aliñada. Todo muy extraño, ella se
disculpó y le informó de que había retraso porque se habían acumulado los
clientes a la vista de una reciente oferta muy sugerente. Él lo entendió sin
problema, total invertiría toda la tarde en las manos de Ester por lo que le
daba lo mismo diez minutos antes que después, además se encontraba muy feliz y
relajado en aquel lugar, aunque fuese en su entrada, en un sillón que no llega
muy bien a dominar; pues tenía más pinta de tumbona sin serlo, que lugar donde
acomodar el trasero. Se sentó y se entretuvo mirando sus redes sociales en el
teléfono y observando a Marian y los clientes.
No pasaron más
de diez minutos cuando la recepción estaba despejada y tan solo quedaba él a la
espera. Como ya era casi de la casa y había confianza, no tenían problema en
atender a otros antes y por supuesto a él le encantaba ese trato tan familiar y
privilegiado. De pronto llegó una chica menuda pero con una gran sonrisa, al
menos la que recordaba, pero aquella tarde aunque la tenía no era igual. Su
cara estaba distorsionada, sus ojos eran diferentes como si le hubieran dado un
golpe en uno de ellos y le pareció algo asustada. Le invitó a seguirla y le ofreció entrar en una sala diferente, en
la que nunca había estado. Era de color chicle de fresa, bastante agradable
salvo por un detalle; un ramo de claveles en el centro del tatami en lugar de
las florecillas de siempre. Esas flores le sobrecogieron, eran las típicas del
día de los muertos, las que su abuela cuando era niño llevaba a los cementerios
para alegrar la jornada a los parientes muertos. No era un mal recuerdo pero el
olor a muerto de ese día en su infancia no era el mejor contexto para la
relajación buscada. Tampoco lo eran las velas que rodeaban el tatami. Siempre
había velas, es más muy agradables para dar ambiente al masaje. Esa tarde sin
embargo eran velones grandes, que desprendían una fuerte luz y estaban
colocados alrededor, de una forma distinta, como iluminando esos claveles en el
centro del tatami. En forma de altar.
Se dio la ducha
y se preparó para el masaje, Ester había retirado sutilmente esas flores, sin
embargo quedaban a un lado justo en el centro de la velas mayores. Tras unos
minutos Ester volvió con sus biberones de aceite caliente con el que envolvía
con sus manos la piel del paciente de una forma majestuosa y agradable, como lo
era ella y sus conversaciones, aunque en aquella tarde su sonrisa era distante
y penetrante.
La música
también la habían cambiado, algo de coros, como de monasterio medieval,
gregoriano; de esos que cantan los monjes encapuchados a la hora de maitines.
Algo así parecido pero sin retorno, había caído en sus manos, todo era relax,
sensación, paz interior; tal vez algo de terror cuando dejaba ver su rostro
deformado, pero sus manos al cielo le llevaban aunque estuviera en el mismísimo
infierno.
Después de una
media hora, cayó en un estado de trance, las imágenes estaban distorsionadas,
tirado sobre ese tatami y cubierto con el aceite caliente, cada vez más tibio;
no era aceite, era un líquido de tonos granátes. Entorno los ojos sin poder
abrirlos, intentó moverse sin poder levantar un músculo de su cuerpo. Las manos
de Ester circulaban concéntricamente sobre su piel, extendiendo ese color rojo
por todo su cuerpo e invadiendo el olor de la estancia de ese típico aroma
metálico de la sangre.
Aceleró su
respiración, estaba atrapado en sus manos, no podía salir de aquel espacio
donde la sangre fluía a borbotones. No le gustaba la sangre, quería chillar,
pero no podía, necesitaba correr o de allí jamás saldría. Las manos de Ester le
impedían cualquier movimiento, giraban y giraban sobre su piel, extendiendo ese
manto rojo, ese olor oxidado en el que se había convertido su cuerpo. Esa
música coral continuaba atormentando sus oídos, entraba en su cerebro y no le
dejaba pensar. Vio esa penumbra a través del espesor de sus párpados, Ester no
estaba sola; también pudo ver a Marian y a otras masajistas vestidas con trajes
de colores y sus caras pintadas, cantaban al ritmo del coro de los monjes sin
llegar a tocar su cuerpo; éste solo era dominado por Ester y su jugo de sangre
con la que lo pintaba como un cuadro impresionista pero macabro.
El cansancio se
apoderó de él, no quería pelear, se dejó llevar, por esos ojos, por esa
sonrisa, por esa música, las velas y las dulces caricias de las palabras de
Ester.
La pudo oír, su
cara estaba junto a la suya, le hablaba. Abrió los ojos, ya no había música
solo la voz de Ester que le informaba como siempre que el masaje había llegado
a su fin. Se levantó de un solo golpe y allí no había nadie. Seguían las velas
y su piel no estaba bañada en sangre, era la vaselina de siempre empapado, pero
aceite, nada de color rojo. Ester le sonrió y salió de la estancia no sin antes
decirle que se había relajado mucho, que incluso se había quedado dormido en
algún momento. Respiró profundamente y se metió en la ducha, todo era fruto de
esa noche de Halloween. El ambiente, los disfraces de Ester y de Marian que ni
había reconocido y sonrió mientras el agua caía de su cabeza a los pies.
Terminó por
ponerse los zapatos y sonrió recordando ese sueño y las manos de Ester. Se
calzo en último lugar no sin antes pelearse con los cordones de esas
deportivas. Mirando al suelo volvió a ver ese tatami y las velas, fuertes,
grandes, con mucha luz; y de nuevo el tatami, y el centro de éste, los claveles
en medio y en el centro su cuerpo marcado, señalado, tatuado en el suelo; en
cruz, con señales de clavos y un circulo
que dibujaba su perfil, de un color diferente; se acercó, miró; era rojo
intenso y olía a metal oxidado. Ahora si gritó, salió corriendo y en la entrada
como siempre Marian que no permitió que escapara: aún no había pagado.
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