Parecía
que el cielo caía sobre la tierra, pero Paca bien sabía, que aquello no había
hecho más que empezar, que al cielo le faltaba soltar su alimañas más malignas,
entre truenos, rayos y centellas. Tantas había vivido que por lo menos aquella
que acababa de empezar, que comenzaba a soltar sus primero alaridos y a
iluminar el cielo con culebras de luz; no era más que el comienzo, duraría tres
o cuatro horas más por lo menos, y lo sabía, claro que lo sabía, tantas había
vivido, que el motivo por el que se decía que en esas tierras el cielo era
especialmente cruel, es porque la tierra sea caía unos cuantos kilómetros más
abajo, que allí el cielo se agarraba para no caer en la gran fosa montañosa de
Despeñaperros, la frontera de la meseta castellana y la tierra andaluza, una
frontera natural a la que así le llamaban y llaman por ese nombre
Despeñaperros, porque al parecer en las jaurías cuando estos hambrientos y
sedientos de sangre, caían por el desnivel y se despeñaban por el desfiladero,
o al menos eso le contaron a Paca cuando era pequeña cuando tantas veces preguntó
el porqué de ese nombre.
Entonces
de pequeña a veces, cuando no conseguía dormir, cuando las pesadillas le
atormentaban la noche y la despertaban, entonces lloraba, pensando en los
perros caídos en ese lugar, acumuladas sus sangres uno junto a otro, con sus
cabezas abiertas y los sesos mezclados con sus hocicos moqueando las últimas babas,
y no le daba miedo le daba pena, y pensaba, y recordaba, ahora durante la
tormenta con los párpados latiendo sin poder cerrarlos, en su perrita que había
sido su compañera desde la infancia y que un día, de esos extraños en los que
el Señor se acercó hacía ella y le habló, se la entregó, se la regaló, tal vez
el único regalo de su padre, lo único bueno que hizo por ella; el regalo de esa
perrita a la que llamó “La Pili”.
Ese gesto
humano, lo tuvo el Conde a los pocos días de aquel suceso en la que tras la
visita de la benemérita, el señor guardia, el murciano, magnificó los poderes
benéficos de los mechones de pelo rojo, como el suyo, y tras quitarle
suavemente un mechón sus hermanos ciegos por la superstición y por la poca
razón que la vida les había dado, se lo arrancaron de cuajo, sin mirar el dolor
de Paca a la que poco o nada querían, mas bien despreciaban, y en ese día tan
solo por su valioso pelo rojo del que fue despojada y su cabeza tras la derrama
de sangre, quedó encostrada, a pesar de las curas que le dieron su madre y su
abuela que apenas podían parar los brotes de sangre roja, mas roja de lo
normal, era un rojo fresco, una sangre fluyente, empapante de trapos y harapos;
pero que al final entre ellas y el boticario que fue llamado al pueblo,
frenaron el desangre y taparon su cabeza como a las abuelas, con un pañuelo en
la cabeza, de color negro, no sabía si porque no había otro color en el
condado, o si por el contrario para que no se apreciara, las calvas de la
cabeza de la Paca.
Aquel día
haciendo un esfuerzo para recordarlo intentando que el mismo le hiciera olvidar
la tormenta que cada vez era mas potente y con sus truenos llegaba a hacer
vibrar la tierra; recordando a veces del olvido; cuando el Conde fue informado
de lo sucedido, dejó atrás su indiferencia por la bastarda y también por
cualquier sufrimiento humano, ya que a él no le preocupaba ningún mal ajeno.
Sin embargo, la crueldad y el terror de los hechos le hicieron entrar en cólera
y ordenó inmediatamente que trajeran a sus hermanos, a los cuatro, que en lugar
de piernas y manos solo tenían manos, sus cuerpos eran como el de los monos,
encorvado y ajorobados, como dicen que era su padre, el que fue marido de su
madre, grandullón de tullido pelo negro que prácticamente le cubría la
totalidad del rostro, y de cejas pobladas sin descubrir el entrecejo. A él
habían salido los cuatro arangutanes, no solo en lo físico, sino en lo violento
de su carácter y en el poco cerebro que había bajo ese botijo peludo de cabeza
que surgía entre sus hombros caídos.
El Señor
los llamó y aquellos acudieron empujados por los hombres que habían recibido la
orden del Conde, mas encorvados que nunca, allí estaban presentes delante de
ese hombre que al lado de ellos parecía más grande e imponente. Los cuatro con
las manos ensangrentadas de la sangre de Paca y pelos rojos resecos entre las
uñas, no levantaban cabeza, y el Conde sin hacer más palabra les dijo con voz
alta y autoritaria “una más y os corto los huevos” y de pronto, sacó su navaja,
recién afilada, limpia y brillante de bajo su faja, y la abrió, y repitió “con
ésta os corto los huevos”. Los cuatro monos de hermanastros de Paca no pudieron
contenerse, o no quisieron, su sesada no daba para más, y de pronto una olor a
pocilga como la que había donde se crían los cerdos, empezó a cubrir el
ambiente. Los hombres de El Conde no aguantaron y taparon su nariz y el Señor
los miró, a él también le había llegado esa fétida olor. Sí, los cuatro, todos
ellos, se habían cagado y un liquido marrón empezó a deslizarse por sus
piernas, era la mierda. El Conde levantó su garrota y lleno de ira, y también
por el asco, empezó a darles a garrotazo limpió en la cabeza, en la espalda, en
todas las partes de sus abominables y
guarros cuerpos. Estos empezaron a correr, a huir entre garrotazos dejando por
su camino un reguero de una masa marrón, un tanto liquida, que partía humeante
de sus traseros.
A los
pocos días fue cuando el Señor Conde la llamó:- ¡ JARA!!!!-, ella estaba sentada en el suelo fuera de las
puerta donde se encontraba la cocina, sin alejarse mucho de su madre y su
abuela que allí hacían su faena. Ella recordaba que apenas podía levantar la
cabeza del dolor que sentía en toda ella, miró asustada hacía el Señor Conde,
atemorizada, nunca le había dirigido la palabra, ni se le había acercado, con
voz alta y autoritaria, repitió -ven Jara!!- , recuerda que se levantó con la
cabeza baja y se le acercó. No medio más palabra, de entre sus manos una cosita
marrón tirando a negra surgió, cabía en la mano del Señor y se la dio, y sin más
el Conde que era hombre de pocas palabras y menos sentimientos, se dio la
vuelta y se marchó. Paca recordó ese momento como uno de los pocos felices de
su penosa vida, era una perrita pequeña de ojos saltones y grandes orejas, no
era guapa, no era como los perros del Señor Conde, elegantes, valiente y
foraces, era pequeña, desproporcionada, ociquito alargado y esos ojos tan
grandes que la miraban. Y la agarró entre sus brazos y la miró y saco su lengua
y rozó la nariz pecosa de Paca y siguió lamiéndola, en ese momento fue feliz
muy feliz, y fue desde aquel instante su única amiga, a la que cuidaría durante
años y que por supuesto la protegería de la caída por el paso de despeñaperros.
Desde aquel instante la llamó Pili, no había explicación, le salió de dentro,
como a veces le ocurría, una cara para ella era un nombre aunque no coincidiera
con la realidad.
Paca,
seguía fijamente mirando por la ventana los rayos y culebras que caían por
todas partes del Condado, pero ausente ante el recuerdo de Pili, su perrita, un
trozo bondadoso del Señor Conde, que jamás olvidaría, para bien y también para
mal. Con Pili, Bernardo de Mudela, entro
a formar parte de su vida, ella no supo que era su padre hasta
pasados muchos años. En ese instante el Conde fue querido por su ternura
austera hacia ella, pero el Señor en ese momento no podía imaginar lo que iba a implicar a su vida,
entrar en el mundo de Paca la Jara.
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