Paca
miraba por la ventana, sin parpadear, perdida en el horizonte de la inmensa
llanura poblada de cepas centenarias a lo largo de todo el Condado. Sus
parpados arrugados y profundas ojeras se hundían en lo más profundo de su cara
castigada por el tiempo y la vida. Algún movimiento esporádico, más que por
vitalidad, por reacción, a un pequeño ruido, a un rasquido lejano, o próximo.
El caserón se encontraba casi desierto, tan solo algún sirviente, pero la
vendimia había acabado y pocos eran sus habitantes. Todo el caserón para ella
sola acompañada por pequeños ruidos, crujidos de la madera vieja, la puerta
entreabierta y la sensación de estar siendo observada, escuchada por los
fantasmas de su pasado. Miraba al infinito respirando a duras penas, pero sin
fuerza para girarse y mirar hacia la puerta. Temblaba, escalofríos de terror,
de espíritus atrapados entre aquellas paredes. El miedo lo llevaba dibujado en
su rostro, y nada absolutamente nada, ya le podía asustar, aunque recordando
tantos sucesos vividos, esos ruidos, tal vez tan solo el palpitar de la propia
casa, o de alguien escuchando, esperando al acecho para acabar con su vida
arrancando su cuello con una navaja. Lo pensaba, lo intuía, pero la mirada no
podía apartarla de ese horizonte.
Con
el miedo apoderado de su cuerpo, Paca seguía recordando, seguía inmersa en sus
pensamientos y en las historias contadas por Fidela, su abuela. Y en ese
momento llegó a su memoria aquellas historias narradas de forma minuciosa que le
contó sobre el Conde, antes de que ella cayera a la tierra un día de
septiembre.
Según
ella, su abuela Fidela, el Sr. Conde había heredado el Condado de forma
accidentada y poblada de sucesos misteriosos e ignorados por un pueblo sumiso,
solo dispuesto a obedecer y a mirar hacia otro lado, cuando del Conde se
trataba. El Sr. Conde había heredado el Condado y el título honorífico, tras
quedar como único heredero de su padre, su predecesor. Tuvo dos hermanas
mayores que él, herederas legítimas que le precedían en el orden sucesorio.
Pero por circunstancias y sucesos sin resolver, ambas murieron por extrañas
circunstancias, ninguna de ella de forma natural, una envenenada y la otra
arrollada en un camino por un carro que la dejó lisiada durante años hasta que
un día apareció muerta ahogada por su propia sangre.
Cuando
su padre murió, él fue el único heredero del Condado y de su título, Bernardo
que así se llamaba, se convirtió en Bernardo de Mudela. Con apenas treinta años
de edad, se apoderó de todo el condado, sus viñedos, las bodegas y de todos sus
habitantes. Estaba casado. Su padre se aseguró formalizar un matrimonio de
conveniencia. Un matrimonio que le asegurará aumentar su poder, sus propiedades
y su riqueza. De esta forma, formalizó un acuerdo con un poderoso marqués de la
cercana Andalucía también propietario de extensos viñedos y de esta forma crear
una unión que no solo le daba más poder económico sino también político, en esa
España dominada por los caciques rurales de principios del siglo XX.
El
Marqués de Montrijo, conocido terrateniente andaluz tenía una hija, Rocio que
contaba con veinticinco años de edad. Pensaban que ambos tenían la edad
perfecta para el casamiento y asegurar la descendencia cuando tanto el marqués
como el conde les quedaban pocos años por delante.
Al
Conde nunca le gustó ni quiso a esa mujer, pero aceptó el matrimonio, tanto por
obediencia a su padre como por interés, su ambición carecía de límites. Según
le contaba su abuela Fidela. El día de la boda todo el condado se vistió de
gala, acudieron al caserón todos los habitantes del condado y pueblos cercanos.
La novia, Rocío de Mondejar, según le contaba su abuela, apenas se le veía
entre ese voluptuoso vestido blanco con la cara envuelta por un velo. Era
pequeña, famélica y sin nada de carne entre la piel y sus huesos. Ese día
corrió el vino y todos los asistentes terminaron con la cabeza embozada por los
efectos del preciado zumo de las uvas. Sin embargo, según contaban, el Sr.
Conde esa noche no tuvo noche de bodas, no durmió con su reciente esposa. Rocío
era una vieja de veinticinco años, con los ovarios como pasas y la vagina como
un higo seco.
Bernardo
por lo contrario tenía fama de galán y de estar bien dotado. Vestía de forma
elegante al estilo de un señorito rural de la Mancha. Trajes
negros de franela, camisa blanca sin cuello abrochada al cuello que a veces
parecía que le impedía respirar por lo apretada y almidonada que la llevaba.
Faja negra y garrota de madera noble, que no tanto la utilizaba para ayudarle a
andar, sino para levantarla cuando daba alguna orden, amenazadora la apuntaba
cuando levantaba su voz grave y autoritaria. La levantaba y mandaba y
obedecían, la consecuencia era un garrotazo que pocos se llevaron, porque ante
una orden del señor, todos obedecían sin levantar la mirada.
Muchas
mozas del Condado, le miraban y suspiraban ante su presencia. Sus deseos
carnales se encendían ante su presencia y más de una mojaba sus bragazas ante
su presencia. Como contaban, no sabían que era más grande, la garrota de la
mano, o la que le colgaba entre las piernas. Pero el señor era caprichoso y no
le atraían las presas fáciles, aunque no dudaba en ocasiones de hacerse con los
favores carnales de alguna lugareña deseosa de ser llenada por ese poderoso
bastón.
Orgulloso
tanto de su poder terrenal como del carnal, como decían, al Conde no le
gustaban las presas fáciles, más bien aquellas que se escabullían y no le
dedicaban ni una sola mirada de deseo. Entre ellas se encontraba su madre
Saturia, que vivía en el caserón recién enviudada, en los aposentos de los empleados del servicio doméstico, junto a
sus hijos y su madre.
Así
un día, en el que los hombres dormían en el campo haciendo faenas en los
viñedos, el Sr. Conde entro en los aposentos de su madre. Dormía en una
habituación continua a la de la abuela Fidela. Entro sin importarle hacer ruido,
abrió la puerta de su habitación, y sin mediar palabra, se bajo los pantalones,
los calzones, se quitó la faja y la chaqueta, y solo con la camisa puesta y su
bastón encendido entre las piernas, agarró a mi madre, le dio dos bofetones con
sus enormes manos en la cara, la cogió de las nalgas, le arrancó la bragaza,
abrió sus piernas y metió su deseoso pene hasta las entrañas de su madre, que
por no molestar, por no hacer ruido ni respiró aunque con el horror marcado en
su cara soporto el dolor de esa estaca
que la empujaba hasta la garganta y con la boca tapada, así aguantó hasta que
el señor la lleno con toda su semilla, y saciado, tiro a su madre sobre al
suelo, colocó sus calzones, pantalones, chaqueta y faja y abandonó el aposento.
Su
abuela le contó, que ella sufrió cada instante de ese momento, oyó la entrada
del señor, y desde el principio supo cuales eran sus intenciones. Se acurrucó
en la cama, se mordió la lengua y apretó sus ojos para que no se le escapara ni
una sola lágrima.
Paca
mirando fija el horizonte, no pudo sujetar sus lágrimas mientras lo recordaba,
esa noche, como así le contó Fidela, su madre encintó y fue engendrada, así se
fecundó a ella, a Paca la Jara.
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