Paca
con su mirada fija en la ventana, no podía controlar el temblor de sus manos,
los escalofríos que recorrían cada
centímetro de su piel vieja y arrugada, intentaba sujetar sus manos con sus
retorcidos dedos, deformados por tantos años de trabajo y por la artrosis que
le invadía todo su cuerpo. Sus ojos, fijos se ensombraban con cada vaga
palpitación de sus párpados, intentaba cerrarlos pero no podía, le venían
tantas imágenes del pasado, que le impedían apartar la mirada, intentar dormir
y no presenciar la tormenta que se avecinaba desde el horizonte hasta el
Condado.
Eran
nubes negras como la tez moviéndose a tal velocidad que le impedían seguirlas,
pero si esas culebras de luz que precedían a un estruendoso rugido del cielo.
Siempre tuvo pánico a las tormentas, de niña su abuela Fidela metido en su
mundo supersticioso y temerosa de Dios, le decía que las tormentas eran un
castigo divino, que Dios se enfadaba y soltaba ese enfado con rayos y truenos,
y que había que rezar y decir constantemente alrededor de una vela encendida
“Santa Rita, Santa Rita que en el cielo estas inscrita” y algo mas que no podía
recordar. Paca no podía distinguir, si sentía mas miedo por el rugido del cielo
y sus rayos de luz, o por los rezos de las mujeres sentadas alrededor de la
mesa camilla con la vela en el centro, murmurando esas palabras y rezos de
forma constante. Esas mujeres, todas ellas vestidas de negro, con zapatillas
negras, medias negras, faldas negras, camisas negras y lo que mas le asustaba,
con su cabeza tapada por un pañuelo negro. Ahí, entorno a la mesa y la vela,
los truenos, los rayos, y esas viejas rezando entorno a la vela.
Siguiendo
la costumbre, de sus labios que apenas podía mover, empezaron a salir unas
palabras, Santa Rita…era un murmullo que seguía ya por inercia. Recordaba
mientras el cristal de la ventana era golpeado con fuerza por una enormes gotas
de agua que empezaron a caer, pocas pero grandes, y luego igual de grandes pero
un fuerte chaparrón que bombardeaba su ventana; recordaba que cuando alcanzó
los cinco o seis años y había tormenta, y las viejas se reunían alrededor de la
mesa y los hombres quedaban fuera también rezando pero no por temor a Dios sino
por los daños que podría producir la lluvia y la pedrisca en las uvas y las
cepas; cuando tenía esos años y se podía escabullir o mejor huir de su abuela,
su madre y demás mujeres de la habitación y de los hombres fuera de la casa;
salía en silencio de la casa del servicio, sin que aquellas mujeres inmersas en
sus rezos pudieran verla, estaban ensimismadas inmersas en la repetición
constante de las palabras, y salía sin que la vieran, y sin que tampoco lo
hicieran los hombres cobijados bajo el porche solo preocupados por los daños en
la cosecha, entre ellos al centro como siempre el Señor Conde con su boina y
garrota en mano; entre ellos pasaba y de puntillas se alejaba a cobijarse a su
lugar preferido, un lugar seguro, de la tormenta, de las viejas, de los hombres
y de tantas otras cosas de las que tuvo que huir durante su infancia.
Paca
nació pelirroja, ni su madre ni el Conde tenían ese color de pelo, ni esa tez
blanca en la cara pintada por multitud de pecas rojas, motivo por lo que el
Conde nada mas nacer, cuando se hallaba tirada sobre la tierra intentando
escapar de la placenta entre los aturdidos ojos de las gentes de la vendimia,
por ello, desde ese momento y en palabras del Conde, era Jara, y desde aquel
mismo momento siempre la llamaría Jara, ni tan siquiera Paca, todo el mundo
cuando la llamaba lo hacían por Jara. Su abuela, su madre, los jornaleros,
todos los seres que habitaban el Condado la llamaban Jara. Jara, ven, haz esto,
no lo hagas, siempre Jara.
En
una sociedad llena de prejuicios, de supersticiones y de extraños miedos a lo
desconocido, el color de su pelo, su tez blanca, sus pecas, la hacían
diferente, nadie en el Condado era como ella, todos, absolutamente todos eran
de pelo negro y tez oscura, y ella no, ella era diferente y eso en esa sociedad
creaba atención, a veces repulsa y temor.
Sin
embargo, un día de verano cuando el calor acechaba al Condado y las chicharras
no dejaban de cantar, se presentó en el caserón una pareja de la benemérita, bien conocidos en el Condado y
por el Señor Conde, por las veces que acudían a preguntar, porque nunca a
investigar alguno de tantos sucesos que allí acontecían. El respeto por el
Conde y las perras que éste les ofrecía siempre les hacía mirar hacia atrás y
olvidarse de cualquier suceso que allí acontecían. Ese día acudió el cabo junto
con un guardia nuevo, según dijeron no era de la zona, no era hijo de la
olvidada estepa manchega, al parecer había nacido y se había criado en tierras
murcianas, allí cerca de la costa, en un pueblecito pesquero junto al
Mediterráneo. Nadie lo conocía y fue presentado al Señor Conde por el cabo, que
con mucho respeto hizo las precisas referencias dado el linaje del Señor.
Paca
se concentró en ese día, como una defensa para dejar de oír y ver la tormenta,
huyendo como siempre del terror del castigo divino; y así ensimismada, recordó
que ese día había aparecido un hombre apuñalado entre las cepas fruto de una
pelea con otro del condado por un asunto de faldas, zanjando sus adversidades
mediante el cruce de navajas de esas brillantes venidas de Albacete, y como
siempre, un ganador vivo y el otros tirado en el suelo con mas de siete
puñaladas en el vientre, que recordaba haberlo visto aterrada como de esos
agujeros en sus entrañas le salía la comida que todavía no había digerido. Sin
embargo, lo beneméritos oyeron al Señor Conde y no preguntaron nada mas, un
accidente mas del Condado. Cuando
procedían a marcharse tras recibir una bolsa de monedas del Conde, el guardia murciano recordaba que la
vio y se fijo en ella, y comento “que niña mas guapa”, nunca nadie le había
dicho guapa, todo lo contrario, mas aún a veces huían de ella como las
alimañas. El Señor le dijo al guardia, -pero si es jara- y el guardia contó que
en su tierra las mujeres de pelo rojo eran muy valoradas, y es mas que un
mechón de un pelo rojo daba buena suerte, tanto era así, que pidió con los
respetos al Señor, si era posible coger un mechón de la niña. Paca recordaba
esa imagen perfectamente, intentó salir corriendo, pero los hombres no le
dejaron, el Conde dijo que hiciera lo que quisiera, entonces, cogida de los
brazos prácticamente inmovilizada, el guardia se acercó, sacó su navaja,
también de Albacete, y suavemente tomo un mechón de su pelo lo corto sin
hacerle a penas daño y se lo guardó en su bolsillo como si fuese un talismán.
Paca
lo recordaba como un momento bonito de su vida, sino fuera por lo que sucedió
tras aquél instante, tras ese acto, después de que el guardia dijera que el
pelo jaro daba buena suerte.
Ni
el Conde ni el resto de gentes hicieron mucho caso al comentario del guardia,
eran supersticiones de forasteros, no iba uno de fuera a cambiar lo que
opinaban de ella, mas que suerte fruto de un pecado, de una violación y por lo
tanto un castigo de Dios, una niña maldita; pero sin embargo sus hermanastros
quedaron prendidos por ese guardia forastero, lo escucharon sin parpadear, no
perdieron detalle mientras le cortaba ese mechón de su rojo pelo.
Sus
hermanastros eran cuatro y mayores que ella, sin padre viviendo un poco como
querían y guardando poco respeto ni a su madre ni a su abuela, tan solo a los
capataces y por supuesto al Conde que tampoco se fijaba mucho en ellos salvo
cuando hacían alguna travesura y su garrota acababa golpeando la espalda o la
cabeza de alguno de ellos.
Paca
vio, intuyó la mirada maldita de sus hermanastros y sintió terror y salió
corriendo y encontró un lugar, un pequeño agujero entre la pared de la casa del
servicio donde podía escurrirse y entrar en un habitáculo, qué aunque pequeño,
cabía perfectamente y convirtió en su lugar de huida, en su escondite secreto
que nadie conocía, allí paso muchos días desde que aquel guardia fue al
Condado, aquel maldito murciano. Salía para hacer las comidas junto a su madre,
vigilante de que sus hermanos no la vieran a solas, y de la cocina a su
guarida, y de la guarida a su cama por la noche junto a su abuela Fidela.
A
Paca se le enrojecían los ojos, al igual del color de su pelo, recordando
aquellos momentos, no oía los truenos, ni los golpes de la lluvia sobre la
ventana, ni veía los rayos y centellas que caían del cielo, solo recordó aquél
día que saliendo de su escondite, de su lugar privado, de su pequeño paraíso,
se encontró de cara con sus cuatro hermanastros que la rodearon, la cogieron;
no pudo escabullirse como siempre, no pudo gritar ni llamar a nadie; un trapo
le metieron por la boca, y sin contemplación alguna, sin miramiento, sin que
pudiera gritar de dolor de sufrimiento, de terror, entre los cuatro, empezaron
a arrancarle mechones de su pelo, sin navaja, sin tijeras sin nada, tan solo
con tirones de sus manos, una mano y otra, doce manos que la sujetaban y le
arrancaban su pelo, mechón tras mechón y ni tan siquiera un grito podía salir de
su dolor, le arrancaron uno tras otro, hasta que ya un poco sumidos en el miedo
vieron los chorros de sangre que brotaban de su cabeza. Toda su cara y cuerpo
lleno de sangre. Cuando el miedo les invadió, la tiraron al suelo y huyeron
corriendo con los mechones arrancados de su pelo; pero el mayor antes de salir
corriendo, se giró y le dijo: -te arrancaré todos los pelos, y tendrás mas, en
mas sitios, te los arrancaré todos; eres una maldita Jara-.
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