Francisca se hallaba sentada junto a la ventana. En su mecedora de
madera donde tantas veces había sido dormida entre los brazos de su abuela
Fidela, la madre de su madre; sentada allí, ensimismada entre sus recuerdos y
la visión que le ofrecía el paisaje otoñal del viñedo, sombrío, desierto;
poblado hasta el horizonte, hasta donde su mirada llegaba, por miles de cepas
viejas, retorcidas por decenas de años sometidas al castigador sol del verano y
a las heladas invernales de la baja meseta de España.
Miraba sin pestañear, como si se hallara hipnotizada por esa
sensación de penumbra y muerte, como ocurría siempre durante toda su vida tras
la alegría y la fiesta de la vendimia. Perdida también en sus pensamientos, en
su larga vida a la que a penas le quedaba un suspiro, y de tantos momentos
felices vividos en ese caserón que albergaba una inmensa bodega, pero también
de tantos momentos de sufrimiento de sangre vertida en esos campos tanta como
la del fruto del zumo de las uvas cuando lo obtenían a ritmo de canciones
populares, saltando sobre las uvas para obtener ese preciado jugo tan valorado,
y a veces tan traicionado.
Se mecía lentamente, a penas le quedaba aliento, no tenía fuerza
ni para respirar, pero sin embargo se cerraba así misma, con las dos manos
cogidas apretando tanto como podía; unas manos arrugadas, con dedos retorcidos
y callosos por el paso del tiempo y el trabajo de tantos años de su vida. Apretaba
las manos, en un intento baldío de sujetarse, de no dejar salir ese último
aliento, que a duras penas podía contener.
No había conocido el mundo, a penas en alguna ocasión había bajado
al pueblo durante la juventud, prácticamente toda su vida la paso en ese
caserón, la bodega y los viñedos de ese ultrajado y desposeido Condado de
Mudela.
Mientras contenía ese suspiro, Francisca con los ojos brillantes,
perdidos y llorosos y su cara quemada por el sol y arrugada por el tiempo,
recordaba cuando su abuela Fidela le contaba el día que nació. Fue durante un
caluroso mes de Septiembre, durante la vendimia. Su madre Saturia ya había
tenido cuatro hijos, todos varones de su desgraciado marido que un día apareció
ahorcado entre las tinajas de la bodega. Si, Francisca era bastarda, hija del
señor conde, y no era un secreto, el señor poderoso no se avergonzaba nunca de
sus acciones, y desgraciado el que le juzgara u opinara de él, su cabeza se
separaría de su cuerpo con tan solo una mirada. Si, Francisca era la hija
bastarda del conde pero nunca la reconoció aunque fuese un secreto a voces. Su
abuela le contó que su madre ocultó su embarazo, por vergüenza o por temor al
señor, nadie supo de su estado hasta aquel día, si aquel día del mes de
septiembre que durante la vendimia, de pronto, y junto con todos los jornaleros
y demás que se encontraban arrancando los racimos de uvas de sus cepas, de
pronto un dolor insoportable la invadió y tirada entre las tierras secas y
rojizas del campo, de repente despojada de sus ropas, arrancadas a pedazos por
el dolor, asomo la cabeza de entre las piernas sucias de su madre, y entre
sangre roja y cuajada; envuelta en una pegajosa lava, calló a la tierra, mirada
con los ojos atónitos de todos los vendimiadores.
La cogieron de entre la tierra, la separaron con unas tijeras de
podar del seno de su madre, la limpiaron con un trapo sucio echándole agua de
un botijo que allí tenían para sofocar la sed de ese caluroso día de vendimia,
y todos los ojos se desprendieron de ella y se dirigieron hacia su madre,
tirada en el suelo, sudorosa y abandonada, mirándola con ojos que la condenaban
como a una zorra sobada, y esas caras secas, duras de la gente del campo, de la
mirada pasaron a la pregunta, ¿quien es el padre, Saturia?. Nadie la atendía,
dolorosa hasta en su alma, siguió tendida entre la tierra, medio desnuda por
las ropas arrancadas, y mil veces la misma pregunta, y no le salían las
palabras, su dolor no la dejaba, ni el llanto de Francisca que todas aquellos
gritos y preguntas tapaba. A penas pudo sentarse en el suelo, tapar sus pechos
endurecidos y su vagina manchada de sangre y tierra, cuando sin esperar,
Saturia abrió la boca y de ella salió toda su alma de golpe, sin pensarlo con
un tono firme y seco –no es de nadie, es mi hija, es Francisca, como mi
hermana-.
Todos atónitos quedaron, aquel diminuto ser envuelto entre trapos,
ya no era una alimaña, tenía nombre, era Francisca, el nombre de la hermana de
Saturia que un día apareció muerta flotando sobre el vino de una tinaja.
Quedaron callados, no hubo mas preguntas ni mas miradas, todos los
vendimiadores, los bodegueros y labradores, sus hijos y familias que
participaban en la vendimia, dejaron de mirarla y se volcaron hacia Francisca,
se la pasaron unos a otros, también estaban sus otros cuatro hijos varones
legítimos. El semblante de todos cambió, se enterneció y miraron con sorpresa
ese poco pelito que tenía Francisca. Era como fino como la seda, era rojo, como
el color de la tierra donde nació.
Y su abuela Fidela le contó, que en ese momento se hizo paso entre
tantas manos negras ensuciadas, y la cogió, la envolvió con una sábana blanca
no sin antes terminarla de limpiar, con agua de esos botijos. Limpia y
aclarada, su pelo rojo brillo cada vez mas entre una piel blanca, tanto o mas
que esa sábana. En ese momento cuando dejo de llorar, cuando el silencio por fin
se hizo dueño de la situación, de entre la muchedumbre, se oyó una voz, una voz
grave y contundente, era la del Sr. Conde, y dijo: “es JARA”. Todos se miraron
y agacharon la cabeza, desde aquel momento, desde ese mismo instante en el que
había salido de las entrañas de su madre, Francisca nunca mas sería llamada
Francisca, sería “PACA LA JARA”.
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