miércoles, 30 de noviembre de 2016

EL CONDADO DE MUDELA. CAPÍTULO IX

Un golpe; un enorme estruendo unido a una rama de luz cayó del cielo, golpeo contra la tierra, tan solo a unos pocos metros de la mirada que alcanzaba Paca por la ventana y una llamarada de fuego acabó con la copa de un árbol solitario que creció con ella entre las cepas del viñedo, ese árbol donde se cobijaba, donde junto con Pili pasaba los calurosos días de verano. El fuego se comió las ramas que se alzaban por encima de su tronco pero como por un acto divino o tal vez, por la cantidad de agua que caía del cielo, tardó poco en apagarse y no acabar con él definitivamente. Ese árbol era suyo había crecido con ella y como ella se resistía a morir, luchaba contra las fuerzas de la naturaleza y a pesar del rayo, tan solo unas cuantas heridas que pronto cicatrizaron, tantas como las que Paca tenía en toda su alma y en su cuerpo.


La tormenta se apoderó de todo el cielo y las tierras del Condado y atrapada, encerrada en el límite de la tierra que para ella era el desfiladero de despeñaperros, se agarraba como los gatos con sus garras y durante horas permanecería descargando la ira de Dios, como decían las viejas, y ahora que ella lo era no tanto por su edad sino por la llagas de su alma, también lo pensaba; el misterio, la oquedad del vacío tras esa muralla montañosa  que lindaba al sur del Condado. Lobos, alimañas, seres terribles y hambrientos de carne, vivían al otro lado, en el linde del Condado, mas allá en la frontera, otro mundo desconocido para Paca, donde los pastores perdían sus rebaños atacados por animales sedientos de sangre. Nunca se acercó, en verdad nunca salió del territorio del Condado, ni al norte ni al sur, tan solo al pueblo que llevaba su nombre;  ahí  fue en muchas ocasiones, el pueblo se le hizo conocido a penas a unos kilómetros y Benito fue el motivo de sus aventuras y sus escapadas cuando nadie la echaba de menos.


Paca tenía los ojos encharcados de lágrimas, lamentaba las heridas de su árbol donde tantos momentos había pasado de niña y de mayor con Pili su eterna compañera, pero también con Benito, ese chico rubio de ojos claros que gracias a su valentía y de su amor como pronto descubrió la libro del acecho de su hermano y del guardia murciano que al fin fueron castigados como se merecían y desde entonces todo se acabó, su pelo rojo ya no fue objeto de supersticiones ni deseos. Bueno de deseos ajenos si, tras ese día, su piel, su pelo, su corazón y toda ella se había convertido en el deseo de Benito.


En aquellos días Benito llegó al Condado a la vendimia con toda su familia, su padre su madre y su hermana. Esta última se llamaba Margarita, era una mujer cumplidos ya los dieciocho años, jamás había visto una mujer tan bella, también de cabello rubio, casi blanco y ojos transparentes, le parecía hermosa, un ángel divino, tal vez porque su rostro era el rostro de Benito y aquel acto la conmovió y de la atracción que sintió por él nada mas verlo que le empujaba junto a Pili a seguir sus pasos por el campo donde andaba arrancando el fruto a las cepas; esa atracción se convirtió en amor. En un amor loco, en ese amor ansioso, ese amor que no te permite ver mas allá de la persona amada y que precisa de estar junto al amado en cada momento. Ese amor que no se desprende ni durante las horas de sueño, porque es obsesivo, es todo; el mundo empieza y se acaba con ese amor.


Después de que el Conde acabó con la vida del guardia murciano y su amado Benito con la de su araposo hermano, ella corrió y se escondió en su pequeño agujero, su lugar secreto, su espacio íntimo, al poco se acercó Benito y descubrió todo su mundo y tras una mirada todavía con los ojos ensangrentados y mojados por el terror que había pasado, tras esa mirada, lentamente se fueron aproximando haciendo mas pequeño el espacio, el temblor le arrebataba la vida, la tensión, ese chico de ojos claros cada vez mas cerca, los cuerpos se sentían sus olores se olían  sus palabras se oían a pesar del silencio. Unos dedos, la mano entera, la de uno y la del otro, se rozaron, sudorosos ambos, se tocaron, se cogieron y en un impulso al igual que el del rayo que acabó con la copa de su árbol, con la misma intensidad del trueno, con la luz del relámpago; el chico con fuerza oprimió su mano la llevó hacia él y los cuerpos se unieron con el hambre y el deseo de sus labios eternizando un beso infinito, donde sus lenguas se entremezclaron saboreando cada uno de ellos el sabor del otro, llegando a morder los labios por el deseo de tener, de saborear la carne amada, como el lobo con los rebaños. El amor es hambre de comer, de poseer, de entregarse y dejarse llevar por la persona amada. Así los sintió Paca en aquellos momentos y así lo recordaba, allí tantos años después sentada en su mecedora con la mirada fija en la ventana donde por arte de magia se reflejaba la silueta de su gran amor, el primero y el único que tendría en toda su vida, fue eterno, y seguiría siéndolo incluso tras la muerte.

Nunca olvidó ese beso de furia de deseo puro; fue un beso infinito, cuando se despegaron las bocas, la del uno y la del otro el agotamiento dibujaba sus caras pero también una media sonrisa y una mirada baja, esa mirada cómplice del amor y la ternura, poco a poco tras sus bocas, sus manos se fueron separando, una voz lejana llamaba a Benito, era la de su madre, se hizo la noche y debían volver a sus aposentos a la hora marcada por el Señor Conde, sin fuerzas, sin querer, sin voluntad. Benito se separaba, se alejaba centímetro a centímetro sin dejar de juntar sus miradas. Salió y se alejó, Paca quedo ensimismada, alejada de la realidad, se deslizó por la pared cayendo al suelo, sin fuerzas pero con la energía y vitalidad que ocasiona un acto de amor. Sentada cogió a Pili y la abrazo entre lágrimas y sonrisas, la perrita le lamía las lágrimas y movía su rabito, aquel pequeño animal parecía que lo entendía todo, sabía que esas lágrimas no eran como otras lágrimas, era consciente que su dueña era feliz, muy feliz como nunca lo había sido, con su lengua y su rabito demostraba que ella también era feliz.


Ese año la vendimia se le hizo muy corta, desde aquel beso a penas quedaban unos días para finalizarla y Benito junto a su familia se marcharían, vivían en el pueblo al que pertenecía el Condado, a pocos kilómetros, pero ya no estaría allí, cerca de ella, aprovechado cada momento en el que Benito se le permitía para besarse en su escondite o debajo de ese árbol. Pocas palabras se cruzaban, solo se deseaban y mas que hablar sus bocas, éstas pedían la otra boca, y entre abrazos y besos pasaron los días hasta que llegó el último, el día que finalizaba la vendimia.

El fin de la vendimia era toda una fiesta. El Señor Conde mataba un gorrino para invitar a todos los que habían participado en la cosecha y también circulaban litros de vino, acabando la mayoría durmiendo por el campo tras la comida, el vino, que por cierto no era de los mejores que conservaba, y bailes de los campesinos.


Durante esa noche, cuando la mayoría se encontraba durmiendo embriagados por  el caldo de la vid y nadie les iba a echar de menos, corretearon juntos al lugar secreto de Paca que también lo era de Benito desde aquel día y entre risas, miradas, besos, llegaron a su refugio, sofocantes se tumbaron en el suelo, se miraron, acercaron sus labios, se hundieron en un largo beso, un beso que era una despedida, y sus cuerpos y sus corazones no conformes con la unión de sus bocas, cercanos, vibrantes y apasionados, se juntaban cada vez mas, se separaron un centímetro, se miraron, ambos querían algo mas, y lentamente muy despacio con ternura; Benito tomo la iniciativa, fue desabrochando botones, desatando cintas; despojando a Paca de sus ropas. Poco a poco, mirándose a los ojos, dejándose llevar, de pronto los senos de Paca quedaron desnudos, eran exuberantes, firmes y deseosos de ser tomados. Y así ocurrió, Benito fue acercando su boca  a esos senos desnudos coronados con unos pezones sonrosados duros donde descargó todo su deseo de hambre por la carne, la necesidad tomar a su amada, y ardientes siguieron se quitaron uno al otro sus ropas dejando sus cuerpos desnudos abrazados en el suelo hasta el momento en el que Benito ayudado por Paca que gritaba ser penetrada introdujo su miembro erguido en el cuerpo de Paca. Un pequeño estallido de dolor mínimo comparado con tanto placer y unas gotas de sangre por la ruptura de su virgo, con suaves movimientos al principio y locos y fuertes al final sintieron la unión divina de los dos, convirtiéndose en un solo cuerpo hasta que un estallido final tras saborear uno al otro cada centímetro de su piel, se separaron agotados y bañados en sudor. Ambos estaban paralizados hasta que de nuevo juntaron sus manos y desnudos quedaron en el refugio de Paca hasta el amanecer.



Ese día que nunca olvidaría, Paca se sintió por primera vez mujer, del que sería su único hombre.


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