Un
golpe; un enorme estruendo unido a una rama de luz cayó del cielo, golpeo
contra la tierra, tan solo a unos pocos metros de la mirada que alcanzaba Paca
por la ventana y una llamarada de fuego acabó con la copa de un árbol solitario
que creció con ella entre las cepas del viñedo, ese árbol donde se cobijaba,
donde junto con Pili pasaba los calurosos días de verano. El fuego se comió las
ramas que se alzaban por encima de su tronco pero como por un acto divino o tal
vez, por la cantidad de agua que caía del cielo, tardó poco en apagarse y no
acabar con él definitivamente. Ese árbol era suyo había crecido con ella y como
ella se resistía a morir, luchaba contra las fuerzas de la naturaleza y a pesar
del rayo, tan solo unas cuantas heridas que pronto cicatrizaron, tantas como
las que Paca tenía en toda su alma y en su cuerpo.
La
tormenta se apoderó de todo el cielo y las tierras del Condado y atrapada,
encerrada en el límite de la tierra que para ella era el desfiladero de despeñaperros,
se agarraba como los gatos con sus garras y durante horas permanecería
descargando la ira de Dios, como decían las viejas, y ahora que ella lo era no
tanto por su edad sino por la llagas de su alma, también lo pensaba; el
misterio, la oquedad del vacío tras esa muralla montañosa que lindaba al sur del Condado. Lobos,
alimañas, seres terribles y hambrientos de carne, vivían al otro lado, en el
linde del Condado, mas allá en la frontera, otro mundo desconocido para Paca,
donde los pastores perdían sus rebaños atacados por animales sedientos de
sangre. Nunca se acercó, en verdad nunca salió del territorio del Condado, ni
al norte ni al sur, tan solo al pueblo que llevaba su nombre; ahí fue
en muchas ocasiones, el pueblo se le hizo conocido a penas a unos kilómetros y
Benito fue el motivo de sus aventuras y sus escapadas cuando nadie la echaba de
menos.
Paca
tenía los ojos encharcados de lágrimas, lamentaba las heridas de su árbol donde
tantos momentos había pasado de niña y de mayor con Pili su eterna compañera,
pero también con Benito, ese chico rubio de ojos claros que gracias a su
valentía y de su amor como pronto descubrió la libro del acecho de su hermano y
del guardia murciano que al fin fueron castigados como se merecían y desde
entonces todo se acabó, su pelo rojo ya no fue objeto de supersticiones ni
deseos. Bueno de deseos ajenos si, tras ese día, su piel, su pelo, su corazón y
toda ella se había convertido en el deseo de Benito.
En
aquellos días Benito llegó al Condado a la vendimia con toda su familia, su
padre su madre y su hermana. Esta última se llamaba Margarita, era una mujer
cumplidos ya los dieciocho años, jamás había visto una mujer tan bella, también
de cabello rubio, casi blanco y ojos transparentes, le parecía hermosa, un
ángel divino, tal vez porque su rostro era el rostro de Benito y aquel acto la
conmovió y de la atracción que sintió por él nada mas verlo que le empujaba
junto a Pili a seguir sus pasos por el campo donde andaba arrancando el fruto a
las cepas; esa atracción se convirtió en amor. En un amor loco, en ese amor
ansioso, ese amor que no te permite ver mas allá de la persona amada y que
precisa de estar junto al amado en cada momento. Ese amor que no se desprende
ni durante las horas de sueño, porque es obsesivo, es todo; el mundo empieza y
se acaba con ese amor.
Después
de que el Conde acabó con la vida del guardia murciano y su amado Benito con la
de su araposo hermano, ella corrió y se escondió en su pequeño agujero, su
lugar secreto, su espacio íntimo, al poco se acercó Benito y descubrió todo su
mundo y tras una mirada todavía con los ojos ensangrentados y mojados por el
terror que había pasado, tras esa mirada, lentamente se fueron aproximando
haciendo mas pequeño el espacio, el temblor le arrebataba la vida, la tensión,
ese chico de ojos claros cada vez mas cerca, los cuerpos se sentían sus olores
se olían sus palabras se oían a pesar
del silencio. Unos dedos, la mano entera, la de uno y la del otro, se rozaron,
sudorosos ambos, se tocaron, se cogieron y en un impulso al igual que el del
rayo que acabó con la copa de su árbol, con la misma intensidad del trueno, con
la luz del relámpago; el chico con fuerza oprimió su mano la llevó hacia él y
los cuerpos se unieron con el hambre y el deseo de sus labios eternizando un
beso infinito, donde sus lenguas se entremezclaron saboreando cada uno de ellos
el sabor del otro, llegando a morder los labios por el deseo de tener, de
saborear la carne amada, como el lobo con los rebaños. El amor es hambre de comer,
de poseer, de entregarse y dejarse llevar por la persona amada. Así los sintió
Paca en aquellos momentos y así lo recordaba, allí tantos años después sentada
en su mecedora con la mirada fija en la ventana donde por arte de magia se
reflejaba la silueta de su gran amor, el primero y el único que tendría en toda
su vida, fue eterno, y seguiría siéndolo incluso tras la muerte.
Nunca
olvidó ese beso de furia de deseo puro; fue un beso infinito, cuando se
despegaron las bocas, la del uno y la del otro el agotamiento dibujaba sus
caras pero también una media sonrisa y una mirada baja, esa mirada cómplice del
amor y la ternura, poco a poco tras sus bocas, sus manos se fueron separando,
una voz lejana llamaba a Benito, era la de su madre, se hizo la noche y debían
volver a sus aposentos a la hora marcada por el Señor Conde, sin fuerzas, sin
querer, sin voluntad. Benito se separaba, se alejaba centímetro a centímetro
sin dejar de juntar sus miradas. Salió y se alejó, Paca quedo ensimismada,
alejada de la realidad, se deslizó por la pared cayendo al suelo, sin fuerzas
pero con la energía y vitalidad que ocasiona un acto de amor. Sentada cogió a
Pili y la abrazo entre lágrimas y sonrisas, la perrita le lamía las lágrimas y
movía su rabito, aquel pequeño animal parecía que lo entendía todo, sabía que
esas lágrimas no eran como otras lágrimas, era consciente que su dueña era
feliz, muy feliz como nunca lo había sido, con su lengua y su rabito demostraba
que ella también era feliz.
Ese
año la vendimia se le hizo muy corta, desde aquel beso a penas quedaban unos
días para finalizarla y Benito junto a su familia se marcharían, vivían en el
pueblo al que pertenecía el Condado, a pocos kilómetros, pero ya no estaría
allí, cerca de ella, aprovechado cada momento en el que Benito se le permitía
para besarse en su escondite o debajo de ese árbol. Pocas palabras se cruzaban,
solo se deseaban y mas que hablar sus bocas, éstas pedían la otra boca, y entre
abrazos y besos pasaron los días hasta que llegó el último, el día que finalizaba
la vendimia.
El
fin de la vendimia era toda una fiesta. El Señor Conde mataba un gorrino para
invitar a todos los que habían participado en la cosecha y también circulaban
litros de vino, acabando la mayoría durmiendo por el campo tras la comida, el
vino, que por cierto no era de los mejores que conservaba, y bailes de los
campesinos.
Durante
esa noche, cuando la mayoría se encontraba durmiendo embriagados por el caldo de la vid y nadie les iba a echar de
menos, corretearon juntos al lugar secreto de Paca que también lo era de Benito
desde aquel día y entre risas, miradas, besos, llegaron a su refugio,
sofocantes se tumbaron en el suelo, se miraron, acercaron sus labios, se
hundieron en un largo beso, un beso que era una despedida, y sus cuerpos y sus corazones
no conformes con la unión de sus bocas, cercanos, vibrantes y apasionados, se
juntaban cada vez mas, se separaron un centímetro, se miraron, ambos querían
algo mas, y lentamente muy despacio con ternura; Benito tomo la iniciativa, fue
desabrochando botones, desatando cintas; despojando a Paca de sus ropas. Poco a
poco, mirándose a los ojos, dejándose llevar, de pronto los senos de Paca
quedaron desnudos, eran exuberantes, firmes y deseosos de ser tomados. Y así
ocurrió, Benito fue acercando su boca a
esos senos desnudos coronados con unos pezones sonrosados duros donde descargó
todo su deseo de hambre por la carne, la necesidad tomar a su amada, y
ardientes siguieron se quitaron uno al otro sus ropas dejando sus cuerpos
desnudos abrazados en el suelo hasta el momento en el que Benito ayudado por
Paca que gritaba ser penetrada introdujo su miembro erguido en el cuerpo de
Paca. Un pequeño estallido de dolor mínimo comparado con tanto placer y unas
gotas de sangre por la ruptura de su virgo, con suaves movimientos al principio
y locos y fuertes al final sintieron la unión divina de los dos, convirtiéndose
en un solo cuerpo hasta que un estallido final tras saborear uno al otro cada
centímetro de su piel, se separaron agotados y bañados en sudor. Ambos estaban
paralizados hasta que de nuevo juntaron sus manos y desnudos quedaron en el
refugio de Paca hasta el amanecer.
Ese
día que nunca olvidaría, Paca se sintió por primera vez mujer, del que sería su
único hombre.
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